jueves, enero 08, 2009

La religión germánica y el ocaso de los dioses (1)

Los crímenes contra la humanidad los cometieron los alemanes. Los crímenes por la humanidad los cometieron contra los alemanes. Esa es toda la diferencia (Carl Schmitt, Glossarium).















¿Es el tema heideggeriano de la muerte una mera construcción filosófica? Vamos a abordar la cuestión por un lado quizá inesperado, de manera que la problemática resulte accesible a quienes niegan toda autoridad a la filosofía o, lo que es lo mismo, son unos "negados" para ella.

En la obra Historia de las ideologías. De los faraones a Mao, de François Châtelet y Gérard Mairet (coord.) se intenta explicar las características específicas de la filosofía alemana a partir de los signos inconfundibles anticipados por la religión germánica, que los autores califican de "pesimista": "Después, más allá de la Edad Media clásica, más romano o galo-romano que germano, por su motor francés que iguala, cierto es, el decisivo impacto vikingo, debía llegar la hora de las grandes huellas ideológicas germánicas sobre Europa: protestantismo, filosofía de Kant o Nietzsche. ¿Es muy difícil descubrir sus raíces, en lo que acabamos de ver de los conceptos antiguos de esos hombres del Norte?" (p. 118). Veremos que la cosa va mucho más allá del mero pesimismo entendido en un sentido psicológico vulgar.


Es cierto, por otro lado, que en sus formas iniciales ninguna de las religiones originarias baraja la carta de la inmortalidad, sino exclusivamente la del infierno como representación poética del dolor absoluto de perecer. La forma "primitiva" de eternizar la muerte será así afirmar la finitud precisamente como sentido único de lo imperecedero, pero los pueblos primigenios no expresan esta idea de que precisamente "la muerte no muere" o "el pasar mismo no pasa" mediante conceptos filosóficos abstractos, verbi gratia la "nada" como lo "opuesto" al "ser", sino que representan pictóricamente la experiencia subjetiva del morir en cuanto tormento. El "infierno" así concebido -ajeno a toda expiación punitiva de una culpa por actos pecaminosos- se detecta, por poner tres ejemplos, en las religiones griega (Hades), judía (Seol) y germánica (Hel).


Por contra, la aparición de la primera noción hedonista de inmortalidad hay que buscarla en Egipto en relación con las preocupaciones personales del faraón y ligada a las necesidades psicológicas de un individuo autoerigido en dios y protoforma del futuro Yahvé despótico del Libro de Josué. Desde África, se extiende así la fe transmundana al Asia Occidental y quizá a la India, adoptando formas diversas (supervivencia, resurrección) que conviene no confundir. Parece  bastante posible que la India pre-aria desarrollara una idea propia de inmortalidad (reencarnación, metempsicosis o transmigración de las almas). Pero esta idea no es aria. En todo caso, parece que los judíos, aunque tomaron de los egipcios la idea del monoteísmo, un hecho que ha sido teorizado incluso por Sigmund Freud en su famoso ensayo Moisés y la religión monoteísta (1937), no hicieron suya en Egipto, sino en Persia, la idea de inmortalidad como resurrección de la carne. Esta doctrina no es aria, antes bien es exclusivamente persa en el mejor de los casos, pues otros pueblos arios menos influidos por los vientos del sur, como los germanos, son completamente ajenos a cualquier noción de inmortalidad. Sobre este punto, donde hay una absoluta unanimidad entre los investigadores, me remito a Trevor Ling Las grandes religiones de oriente y occidente (1968), edición castellana de 1972, tomo I, páginas 137-152. En la página 150:

Tanto Zaratustra como sus adeptos pensaban en una vida más allá de la muerte, y puesto que la vida era esencialmente corporal, su esperanza se materializó en una doctrina de la resurrección del cuerpo. Así es como surge en el zoroastrismo posterior la idea de la restauración del mundo físico, que habría de tornarse en un un mundo "más excelente, imperecedero, indeclinable, que jamás tendría fin ni conocería la corrupción". Tal esperanza se asociaba con la doctrina del advenimiento del Saoshyant, o Salvador, que aparecería al fin del tiempo, cuando todas las fuerzas del mal habieran sido definitivamente vencidas e inutilizadas para toda la eternidad. Después de la muerte del profeta, sus seguidores dieron a estas ideas, que de hecho ya estaban esbozadas en la enseñanza del profeta, o al menos implicadas en los principios que había enseñado, una formulación completa. En el período en que los judíos estuvieron en íntimo contacto con Persia, dicha formulación había llegado a tal madurez que se introdujo en la vida religiosa del judaísmo.

Así que podemos descartar los siguientes tópicos: 1/ que los judíos son materialistas porque no creen en la inmortalidad; 2/ que las ideas de inmortalidad son espiritualistas; 3/ que las ideas de inmortalidad son arias. El primer punto queda refutado porque la religión judía, desde la diáspora babilónica, incorpora las ideas persas de resurrección de la carne. El segundo punto está en contradicción con el hecho de que los persas introducen en la religión la doctrina de la resurrección de la carne, muy distinta, por cierto, a la doctrina platónica del alma espiritual separada del cuerpo-prisión. El tercer punto queda probado por el hecho de que la doctrina de la transmigración de las almas, la más "espiritual" de las doctrinas de la inmortalidad y que fuera la filosofía de los pitagóricos, procede de la India pre-aria. Todas los absurdos sobre estos temas proceden de la confusión entre materialismo ético y materialismo metafísico, del que nos ocuparemos en otra ocasión.

Por tanto, es un error garrafal de interpretación propio de escolares identificar la religión originaria de los pueblos indoeuropeos con el vedismo ario de la India. En este sentido, hay que subrayar que la época de expansión de los pueblos indoeuropeos o indogermánicos comienza en el neolítico, es decir, alrededor del año 5.000 a. C., mientras que la ocupación aria de la India que diera lugar al famoso régimen de castas (hacia 1.500 a. C.) es un episodio muy posterior a dichas migraciones e incluso al nacimiento de la cultura egipcia (año 3.000 a. C.). Tanto los hindúes como los persas en cuanto pueblos arios o indoeuropeos mantuvieron estrechos contactos con las civilizaciones nilótica (camita), índica (dravídica) y mesopotámica (sumeria) y, por lo tanto, sus creencias religiosas originarias se vieron modificadas en la dirección inmortalista predominante trazada muy tempranamente por la realeza de Egipto. Otro tanto cabe decir de los judíos, aunque ya veremos que en su caso las características del bagaje cultural hebreo anticipaban cuál iba a ser inevitablemente su evolución posterior hacia la idea judía de la inmortalidad, a saber, la resurrección de la carne (frente a la creencia ario-védica en la reencarnación o la supervivencia platónica del alma, oriunda del orfismo y más próxima quizá al concepto egipcio original de inmortalidad).

Se nos ha objetado que entre los germanos encontramos el Walhalla, estancia celeste humana del Asgard o morada de los dioses, pero ésta es una imagen muy tardía, nada menos que del siglo X d. C. y de clara ascendencia cristianomorfa. Otro tanto puede afirmarse de la idea de una Edad de Oro o resurgimiento y triunfo del bien sobre el mal posterior al Ragnarök, la catástrofe final en la que se cifraba la cosmogonía germánica: el veneno profético yahvista -la esperanza, esa peste que, más allá del tópico, viene efectivamente de oriente- ya se estaba abriendo paso en la sangre de los guerreros.

Mas incluso cuando conciben un paraíso, para los germanos poco tiene éste que ver con los campos floridos del imaginario africano: el Walhalla es el lugar donde los héroes siguen luchando eternamente, de suerte que incluso en el seno de la dualidad platónica el lugar transmundano preserva los contenidos agónicos y, por ende, el sentido metafísico del dolor que constituye el meollo de la noción heroica del Hel.

Por tanto, es preciso distinguir, en la religión germánica, los elementos puros u originarios y los advenedizos católico-romanos, de carácter cultural semita, es decir, totalmente opuestos en cuanto al significado y al valor ético.


En efecto, la religión germánica original permite identificar, a mi juicio, las creencias religiosas y existenciales de los pueblos indoeuropeos anteriores a sus contactos con las culturas meridionales y orientales, semitas o no. El motivo es la ubicación de los germanos: son los indoeuropeos situados históricamente en la más aislada y extrema esquina noroccidental de su área de distribución geográfica. Cierto que los celtas se asentaron al oeste de los germanos, pero su orientación sureña los puso en relación con los pueblos preindoeuropeos de la cuenca mediterránea, lo que es tanto como decir: con Egipto, epicentro de la plaga inmortalista en nuestra área geográfica. De ahí que entre los celtas se reconozca de forma inmediata una creencia en la inmortalidad que prolonga la concepción nilótica de un paraíso de prados verdes y placeres naturales allende la muerte, por no hablar del poder de la casta sacerdotal, totalmente atípico entre los arios excepto en el caso hindú, tan contaminado en este sentido como el celta o el persa.


Se nos ha objetado también que la idea de la nada sería precisamente de procedencia materialista judía y que lo propio de los pueblos indoeuropeos es la "espiritualidad" y, por lo tanto, la creencia en la inmortalidad del alma de tipo platónico o cíclico (reencarnación). A mi juicio, esa presunta espiritualidad ontológica (el alma) no es más que materialismo ético, mientras que toda forma de eticidad implica necesariamente la finitud como condición sine qua non del acto heroico. Un ser omnipotente e infinito o eterno no puede actuar éticamente porque carece del requisito fundamental a tal efecto, a saber, la posibilidad misma del autosacrificio.

Judíos y germanos


Volvamos, pues, al principio. Todas las religiones, en sus orígenes, ya lo hemos visto, muestran un "infierno" y no, en cambio, un "cielo". Para los judíos ese infierno era el Seol, equivalente funcional del Hel germánico. No se trata, por tanto, de una cuestión racial. Ahora bien, los judíos evolucionan motu proprio hacia la idea de inmortalidad en forma de resurrección de la carne, mientras que para los germanos ese tipo de creencias hedonistas es totalmente exógeno. Por tanto, considero inaceptable la pretensión de que el elemento definitorio de la fe judía sea algo así como la afirmación de la nada. Sostengo que se trata exactamente de todo lo contrario.


Incluso en la idea del Seol y del Hel existen diferencias fundamentales entre los judíos y los germanos. Los judíos no pueden concebir la noción ética de la nada justamente porque creen en un Dios único, Yahvé, y dicha fe excluye la noción misma del no-ser. La nada nadea, que diría Heidegger. La idea de un ente absoluto no se compadece con la experiencia de la nada, que es menester no amalgamar con la de "vacío"; no puede hablarse de "nada" en tales términos porque Dios -un ser personal, no lo olvidemos- se ha concebido como omnipotente y susceptible de hacer y deshacer literalmente a su antojo, vulnerando incluso la irreversibilidad del tiempo que define la esencia de lo trágico. Así que George Steiner puede pretender semejante despropósito, pero yo por mi parte me niego a razonar al compás de criterios de autoridad y prefiero ir a la evidencia de la cosa misma: no hubo nunca "auténtica" nada entre los judíos y, claro, el postulado cultural de un ser eterno y único -Yahvé- tenía que conducir a algún tipo de inmortalismo entre los súbditos de tal tirano celestial. El de los judíos, peculiar suyo, y a diferencia del platonismo (ontológicamente idealista, éticamente materialista) es tout court materialista tanto en el sentido ético cuanto en el perfil ontológico: resurrección de la carne y reino de Dios felicitario.


¿Qué pasa, por contra, entre los germanos? Para ellos, y esto es extraordinario, también los dioses son finitos. Así, se habla del destino u ocaso de los dioses, y éstos perecen: "Un profundo sentimiento de pesimismo resalta en el hecho de que los germanos no creyeron en la eternidad de los dioses, sino que previeron su aniquilación y la del mundo" (op. cit., pág. 116). El final de la historia se concibe así como una catástrofe ígnea que destruye el universo en su totalidad. Es el triunfo de la muerte y, por cierto, la única doctrina religiosa que cabe aproximar a la ciencia y la filosofía. En definitiva, con rango superior a la divinidad percibían los germanos la nada, esta sí, y a diferencia de los hebreos, absoluta. Ningún déspota -divino o terrestre- podía reclamar para sí el poder sin límites a base de prometer la salvación a masas o individuos hedonistas angustiados por su extinción personal. El auténtico Dios de los germanos es la muerte misma.

En otro lugar nos ocuparemos del significado ético y político de esta creencia, de su relación con los valores heroicos y de su función democrática (como igualitarismo y profundo respeto por la mujer característicos de la sociedad germánica). Baste añadir un dato que ha pasado desapercibido hasta ahora y que confirma, todavía más si cabe, nuestro planteamiento. En efecto, ¿no habla Tácito en su archifamosa obra Germania de las distintas etnias germánicas y no distingue entre ellas a un pueblo que denomina precisamente los arios? Véase como los describe: "los Arios, además de aventajarse en fuerzas a los pueblos que hemos nombrado poco ha, siendo feroces, ayudan su fiereza natural con el arte y con el tiempo. Traen los escudos negros y los cuerpos teñidos y escogen las noches más oscuras para las batallas; y con el mismo terror y figura de este ejército funeral causan espanto, no pudiendo ninguno de los enemigos sufrir aquella nueva vista y como infernal. Porque los ojos son los primeros que se vencen en las batallas." (Tácito, Germania, XLIII). La filosofía nace en Grecia en la época de la tragedia y culmina con Heidegger, cuya obra, cima del pensamiento occidental, recodifica conceptualmente los contenidos de la religión indoeuropea originaria, de carácter heroico, resguardada por los arios occidentales, no los orientales (hindúes). ¿Se trata de una mera casualidad, de un capricho de pensadores ociosos y de rasgos psicológicos "pesimistas", o nos encontramos, pura y simplemente, ante la verdad de la existencia, como quiere el pensador alemán de Messkirsch? Las próximas entregas de esta bitácora profundizarán más en el tema.

Jaume Farrerons
8 de enero de 2009

Reeditado: 23 de enero de 2016

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viernes, enero 02, 2009

¿Qué significa ser de izquierdas hoy?

"En la URSS la libertad de crítica es total"[1]
(Sartre)

"Las sociedades "liberales" de Occidente enseñan aún, con desdén, como base de su moral, una repugnante mezcla de religiosidad judeocristiana, de progresismo cientista, de creencia en los derechos "naturales" del hombre y de pragmatismo utilitarista"
(Jacques Monod)








En la primera entrega de esta serie de tres en relación a qué puede significar actualmente „ser de izquierdas“ nos preguntábamos (vid. „Nihil obstat“, núm. 9, otoño/invierno del 2007) sobre el sentido de la denominada izquierda contracultural, de ascendencia anarquista, que hegemoniza los ámbitos radicales en los países capitalistas desarrollados (la misma cuestión por lo que respecta al Tercer Mundo sería harina de otro costal). Dicho espacio sociológico -que no político- era ya sólo, como tratamos de acreditar, el subproducto de la sociedad de consumo y de una ética individualista liberal adornada con los atavíos de cierto colectivismo de fin de semana y culto bolchevique a la violencia, todo ello, empero, experimentado en términos meramente estéticos. Ahora bien, frente a la evidencia de este fraude pseudo revolucionario, cabe recordar que a lo largo del siglo XX sí existió una izquierda capaz de amenazar realmente, por lo menos en apariencia, el radiante futuro del sistema liberal capitalista. Fue la izquierda „autoritaria“ -para expresarnos en el lenguaje ácrata (=liberal) dominante-, de la que hogaño sólo se detectan los residuos simbólicos, así como una pléyade de minúsculas e impotentes sectas marxistas. A nuestro entender, las causas del fracaso histórico de la izquierda autoritaria hay que buscarlos en los secretos vínculos de valores que mantenía con el liberalismo. Este hecho explicaría, así, no sólo el posterior y franco deslizamiento de sus contingentes humanos hacia las posiciones parasitarias de la actual subcultura de la transgresión (sexo y drogas) en el seno de la posmodernidad consumista liberal, sino la quiebra moral del comunismo, léase: su incapacidad de desafiar al bloque occidental en un terreno de juego -el hedonismo individualista del bienestar- fijado por la "derecha" burguesa y que ya auguraba la ineluctable derrota de las fuerzas revolucionarias. Constatación que, a modo de crítica y advertencia, el fascismo -derrotado militarmente, pero no políticamente- expresó en su momento por boca de sus pensadores de la primera hora, como es el caso de Georges Sorel.


De suerte que de esa extinta izquierda autoritaria ha quedado en pie un elemento muy importante a efectos emblemáticos y de legitimación para el triunfante sistema liberal mundial, a saber, precisamente el signo del consenso de valores que unía, frente al fascismo, a comunistas y liberales, en una cruzada denominada Segunda Guerra Mundial sobre cuyas ruinas y consecuencias geopolíticas de facto se erigió el orden todavía vigente en nuestros días. Dicho denominador común axiológico es el antifascismo. Se trata nada menos que del punto de encuentro entre el "reaccionarismo" clerical de un partido como el PP y la sensibilidad "rebelde" de un okupa, entre la extrema derecha sionista de Hollywood y la banda terrorista de extrema izquierda ETA, entre la URSS y los EEUU, entre Chávez (que insulta a Aznar tildándolo de "fascista") y Bush, etcétera. Esta auténtica religión contemporánea fue forjada nada menos que por Josef Stalin, el mayor genocida de la historia humana, lo que no impide que su aroma impregne el lenguaje de académicos, políticos, periodistas y artistas, de derecha e izquierda, en el entero "mundo de las libertades", con la única excepción de algunas mentes críticas y, por supuesto, de los pocos que en la actualidad tienen el valor o la estupidez de seguir reclamándose, en algún sentido (por matizado que éste sea), del bando derrotado. Por este motivo, responder a la pregunta sobre qué pueda hoy significar ser de izquierdas entraña un previo análisis y una toma de postura respecto del fenómeno antifascista. Estamos ni más ni menos que ante la ideología del sistema oligárquico. Y si "ser de izquierdas" equivale a ejercer la crítica y ésta se traduce siempre en un desenmascaramiento de la "ideología", ¿cómo eludir el cuestionamiento del antifascismo? Algunos ya lo han visto, voces aisladas e incluso indignadas empiezan a oírse aquí y allá, pero la mayoría de los llamados intelectuales escurren el bulto ante semejante reto, temerosos de las inevitables represalias profesionales y hasta legales. Por lo demás, la circunstancia de que Heidegger, el filósofo más importante del siglo XX, militara en el partido nacionalsocialista, debería facilitar las cosas, pero en realidad las empeora porque lleva a los guardianes literarios del orden antifascista a extremar las medidas cautelares de estigmatización y exclusión social de los críticos potenciales.


La pregunta por la izquierda nos condujo así, obedeciendo al planteamiento heideggeriano de una hermenéutica de la facticidad, a habérnoslas con esa "actualidad" o "conciencia pública" que todos nosotros somos como existentes (históricos), en este caso respecto del tema del fascismo en cuanto objeto del discurso ideológico dominante. Dicha interpretación deriva, a tenor de evidencias documentales espectaculares que nos remiten a filósofos como Lukács, Bloch, Marcuse y Adorno, hacia el planteamiento de un problema extremadamente delicado pero al parecer ineludible: la relación entre el pensamiento de Heidegger y el "fascismo", que a su vez arrastra consigo la cuestión del "holocausto" como meollo del "estado de interpretado" en la sociedad y la cultura contemporáneas. Por último, nuestra pretensión de alojar la pregunta por la muerte en el contexto de las problemáticas de la validez en tanto que pregunta por la verdad, nos fuerza a indagar la interpretación que, desde la ética dialógica heredera de la Escuela de Frankfurt -la única corriente filosófica de envergadura que asume de forma expresa el legado ilustrado de una racionalidad crítica-, se ha venido dando a los núcleos temáticos planteados: "muerte", "Heidegger", "fascismo", "holocausto". Así, disponemos de los rudimentos para emprender una lectura crítica de la interpretación habermasiana de Heidegger, la cual, en conclusión, no ha dejado de confirmar la necesidad de abordar expresamente el tema del "fascismo" y del "holocausto" desde una perspectiva crítica. Ni que decir tiene, abundar en la relación entre el factum histórico del "fascismo" y la filosofía de Heidegger es cosa bien distinta a pretender fijar el relato de los vínculos personales del ciudadano Heidegger con el partido nacionalsocialista, aunque parece evidente que éstos podrían arrojar algún tipo de luz sobre aquélla. En cualquier caso, tarea previa a tales análisis será de forma insoslayable la interpretación del fascismo en general y del nacionalsocialismo alemán en particular. A su vez, no podremos entrar en la exégesis del fenómeno del "fascismo" sin ejercer antes la crítica historiográfica y filosófica del fenómeno del "holocausto". Ahora bien, todas estas cuestiones escapan aquí completamente a nuestra competencia. El presente trabajo -más adelante será imposible abandonar a su suerte tales enormidades- no pretende entrar ni en la relación política entre Heidegger y el fascismo, ni tampoco en la naturaleza del factum histórico del fascismo, del nazismo y del holocausto, pero en cambio sí está obligado a fijar algunos de los presupuestos filosóficos del Vorhabe (=tener previo hermenéutico) en virtud de los cuales dicha interpretación habría de ser concebible en términos ilustrados. Una tal elaboración ontológica previa del objeto será suficiente, empero, para salir al paso de las críticas que reducen la interpretación filosófica de Heidegger a su relación con un ente denominado "fascismo", manteniendo el segundo plano de la comparación en el limbo de la memoria, es decir, fuera de la pretensión estrictamente científica, con lo cual en la exégesis del pensamiento heideggeriano se vinculan magnitudes inconmensurables (memoria "litúrgica", historiografía "objetiva" y pensamiento "filosófico") que degradan el discurso exegético hasta convertirlo en pura propaganda panfletaria. En consecuencia, no podemos evitar hacer algunas referencias a dichos temas, lo cual entraña, qué duda cabe, enormes peligros. Sin embargo, si nos aventuramos en esta tarea conviene subrayar una vez más, a efectos de despejar dudas y salir al paso de posibles equívocos, cuál es nuestro punto de llegada, a saber: la recuperación de los aspectos ilustrados de la herencia heideggeriana y el intento de refundar la ética del diálogo, es decir, el fruto a nuestro entender más importante de la Escuela de Frankfurt, desde los planteamientos de sentido habitualmente contrapuestos a la opción de valores eudemo-hedonista que dicha escuela hereda de sus fundadores. Para resumirlo en una breve fórmula, aspiramos a una identidad de sentido y validez, lo que, a nuestro juicio, supone tanto la renuncia definitiva al hedonismo, el eudemonismo y la soteriología judeocristiana enquistada en el pensamiento frankfurtiano a través del marxismo y de pensadores como Adorno y Horkheimer, cuanto el fin del supuestamente irreconciliable divorcio entre la filosofía de Heidegger y las exigencias ordinarias de verdad racional. Ex hipothesi, el resultado sería una ética del diálogo de corte apeliano -léase: con pretensiones de fundamentación última- pero afincada en el marco de sentido abierto por el Dasein, lo que supone fijar un vínculo racional necesario entre verdad y muerte. No hace falta subrayar en que para alcanzar semejante meta habrá que superar, en el mejor de los casos, un sinnúmero de obstáculos intelectuales y que aquí sólo la mentamos como mero punto de referencia u orientación. En cualquier caso, convendría esbozar primero cuáles serían, a nuestro juicio, los requisitos de este proyecto por lo que respecta al problema de las relaciones entre Heidegger y el "fascismo", que nos devuelven, una vez más, a la actualidad fáctica del "estado de interpretado", suelo (Boden) de todo discurso crítico que sepa lo que se hace.

EL PROBLEMA CULTURAL DEL "FASCISMO"

A tenor de recientes interpretaciones,[2] la historia de la filosofía contemporánea conduce a una encrucijada donde las corrientes depositarias de la exigencia de validez colisionan, en el marco de la omnipresente crisis del proyecto moderno, con las denominadas filosofías del sentido, ayunas éstas, según cuenta la leyenda[3], de toda pretensión de fundamentación. Tendríamos así una orientación frankfurtiana ilustrada, articulada entorno a Apel y Habermas, que se opondría a la tendencia fenomenológico-hermenéutica, con Heidegger y Gadamer como máximos exponentes. Esta dicotomía se correspondería, además, de forma harto significativa, con esquemas políticos conservadores -garantes de la tradición occidental, sea cual fuere su contenido- y progresistas -heraldos de la crítica al sistema capitalista desde la norma emanada de lo políticamente correcto-. La crítica reconoce pues, de alguna manera, la existencia de dos cosmovisiones políticas que, invisceradas en la filosofía, prejuzgarían de antemano las orientaciones y, hasta cierto punto, los resultados del trabajo académico. El enfrentamiento cosmovisional interfiere de tal manera en el debate filosófico que, en último término, amenaza con esterilizarlo. En realidad, el mayor filósofo vivo, Habermas, habría ya disuelto el modelo de superpensamiento clásico en la modestia de las ciencias humanas y sociales, de suerte que la pregunta de K. O. Apel por el fundamento último podría refutarse apelando al cómodo expediente de su carácter "filosófico", es decir, anacrónico. No nos extenderemos aquí en el relato pormenorizado de un conflicto que, como ya hemos señalado, desborda el ámbito académico, pero quizá sí sea conveniente subrayar su tono extremadamente violento:

La crisis general que siguió a 1918 ha transformado el irracionalismo en una filosofía concreta de la historia, la cual ha terminado por conducir, a través de Spengler, Klages y Heidegger, a las visiones infernales del fascismo. (...) El fascismo representa, en efecto, la caricatura de la crisis de la filosofía moderna. Pero, esta caricatura ha sido al mismo tiempo una realidad sangrienta que ha durado largo tiempo.[4]

Heidegger formaría así parte, según Lukács, del "terror intelectual del fascismo".[5] Sin embargo, si observamos los hechos un poco más de cerca, las filosofías de la validez supuestamente racionales se presentan muy a menudo acompañadas de inquietantes figuras oriundas del pasado, horizontes de sentido de contenido utópico, eudemonista y hasta religioso, mientras que las presuntas filosofías “irracionalistas” del otro lado de la barricada -los depositarios de las "visiones infernales"- no dejan de mostrar una y otra vez el carácter vinculante, ergo racional y susceptible de aportar criterios contrafácticos de análisis, que es inherente a toda propuesta filosófica digna de ese nombre (por ejemplo, el concepto heideggeriano de Sein zum Tode). De manera que auténticas ideologías heredadas de la tradición religiosa judeocristiana se elevan a la categoría de contenidos inseparables de la idea misma de validez racional, cerrando en falso el debate sobre cuestiones fundamentales relativas a la naturaleza de la "crisis": “la filosofía... y ésta sería su única justificación a la vista de la desesperación, vendría a ser la tentativa de considerar todas las cosas según se presentan desde el punto de vista de la salvación”[6] A lo que Habermas, sin empacho alguno, añade más recientemente: “Esa herencia judía que el espíritu alemán lleva en sí se ha vuelto imprescindible para nuestra propia vida y supervivencia (...) el idealismo alemán de los judíos produjo el fermento de una utopía crítica.”[7] Aquéllo que el poder en el mundo medieval nunca logró del todo, a saber, convertir las exigencias soteriológicas de la fe en principios de racionalidad, se institucionaliza así en las postrimerías de la veteromodernidad merced a un consenso teológico-secularizado de carácter fundamentalmente ético-político -la realidad o irrealidad de la redención no importa-, el cual vendría a legitimar los mitos, valores y figuras narrativas a los que apela el presente "mundo de la vida" en el opulento "occidente" y virtualmente a escala mundial. Y todo ello en nombre de la razón, aunque, paradójicamente, se trate en el fondo de imponerle a ésta límites externos: de zanjar cuestiones, de silenciar preguntas y hasta de codificar nuevos delitos de opinión. No obstante, pensándolo bien, quizá esa herencia judía sea del todo equívoca; quizá tenga que ver con las desventuras seculares más de lo que algunos se atreverían a admitir: "Algo igualmente importante, de mayor trascendencia, si cabe, y posiblemente más desastroso por sus consecuencias a lo largo de la historia occidental, es la idea de la guerra santa. La idea de un dios que lucha a favor de su pueblo contra sus enemigos proviene del período más primitivo de la historia de Israel, y ha dado pie con su influencia sobre judíos, cristianos y musulmanes para legitimar diversos movimientos de violencia internacional, intercultural e interreligiosa hasta la actualidad (...)."[8] Todos hemos leído el libro de Josué (por no hablar del Talmud). A pesar de ello, se insiste: "Occidente ha mirado una y otra vez, a lo largo de la historia, el horizonte griego. Quizá va siendo hora de considerar seriamente la herencia de Jerusalén."[9] Ahí, en Jerusalén, y no en Atenas, encontraríamos el antídoto contra los crímenes del siglo científico-totalitario. La torture, c'est la raison, que decía Foucault. Pues ya se han identificado también las raíces del mal, procedente de Grecia: "No hay crítica porque no hay alternativa posible: totalitarismo ontológico y totalitarismo político. (...) La noción eleática de ser domina la filosofía de Platón, en la que la multiciplicidad se subordina al uno y el papel de lo femenino está pensado bajo las categorías de pasividad y actividad, reducido a la materia."[10] Pero, hay que decirlo, todo este discurso, del que podríamos sacar a colación ejemplos que afectan no sólo a Adorno y Horkheimer sino hasta al mismísimo Jürgen Habermas, no es filosófico, sino puramente cosmovisional. La filosofía, de manera alarmante y desde el corazón mismo de la más estricta pretensión de crítica, a saber, la ética del diálogo, ha abierto paso a un acrítico filosofar abiertamente ideológico que se confunde con la simple declaración de universalidad laica de la fe judía. Empero, nuestra perspectiva será ligeramente disonante: Auschwitz, junto a Kolymá, Dresde o Hiroshima, están vinculados a una tradición monoteísta que se incrusta fraudulentamente en la racionalidad ilustrada.[11] Cabe así concebir la famosa deconstrucción ontoteológica heideggeriana como un trabajo crítico.

Por otro lado, frente al rechazo judeofrankfurtiano de Heidegger, su recuperación postestructuralista, desarrollada fundamentalmente en Francia[12] y de la que podríamos esperar una contestación a la ideología veteromoderna de una racionalidad sometida al límite normativo del sentimiento religioso, secularizado o no,[13] consistiría, más bien, en la legitimación de idénticos valores eudemohedonistas a través de una vía discursiva distinta, de cuño psicoanalítico-literario y centrada en el segundo Heidegger. Así, en el modo y manera de una suerte de „rebelión“ libertaria contra el „imperio logocéntrico de la razón“, consigna perfectamente compatible en la práctica con el liberalismo económico más ortodoxo, con las modas transgresivas de los intelectuales de la rive gauche y la vertiente ácrata de las sensibilidades y estéticas progresistas, se lleva el agua de la crítica heideggeriana del sujeto cartesiano al molino relativista de la "cultura del deseo". Propuesta que, en su sentido más patente, el ético, coincide con las directrices oriundas de la Escuela de Frankfurt en la versión del pseudo racionalista Herbert Marcuse.[14] En definitiva, a despecho de la desconcertante proliferación de escuelas y doctrinas, aquéllo que a la postre destaca con más fuerza en el panorama filosófico de la segunda mitad del siglo XX a la hora de determinar cuál sea nuestro "estado de interpretado" es un abrumador consenso axiológico y de sentido que hermana las escuelas analítica, dialógica y de la diferencia o postestructuralista, fijando canónicamente el signo deseo/felicidad/salvación (que cubre los espacios simbólicos progreso/conservación[15] y pasa a la "izquierda" desde la "derecha" o a la inversa en el imaginario topográfico-político a través de la plataforma giratoria religión/utopía laica) en cuanto horizonte de toda reflexión o escritura respetable y, por ende, como dogma inmune a la crítica. Así, contemplamos atónitos cómo Nietzsche no sólo "previó la época de las grandes guerras que habrían de llevarse a cabo "en nombre de principios filosóficos", con mayor acierto que Marx",[16]sino que, portador de una oscura profecía para el futuro, ha devenido efectivamente "el mensajero del nihilismo europeo"[17]. Éste parece haber llegado entretanto, y no sólo a Europa[18], en forma de "sociedad de consumo":

(...) todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio.[19]

¿Quién podría afirmar, en efecto, que existe el más mínimo disenso real de valores? En definitiva, frente a las prospectivas "científicas" de Marx y para mayor escarnio de la "intelectualidad progresista y militante" (René Schérer), las extravagantes visiones del poético, iluminado, irracionalista y prefascista Nietzsche-Zaratustra (Lukács dixit) se han cumplido en efecto al pie de la letra:

!Mirad! Yo os muestro el último hombre. ¿Qué es el amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? - así pregunta el último hombre, y parpadea. La tierra se ha vuelto pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive. 'Nosotros hemos inventado la felicidad' – dicen los últimos hombres, y parpadean. (...).`En otro tiempo todo el mundo desvariaba´ - dicen los más sutiles, y parpadean. Hoy la gente es inteligente y sabe todo lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse. La gente continúa discutiendo, mas pronto se reconcilia – de lo contrario, ello estropea el estómago. La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud. 'Nosotros hemos inventado la felicidad´ -dicen los últimos hombres, y parpadean. -[20]

El „estado de interpretado“ que Heidegger nos prescribe fijar como hilo conductor de toda pregunta filosófica quedaría reflejado en aquella frase de Adela Cortina que sintetiza la sensibilidad del Eros (Lévinas) inherente a nuestro tiempo de promesas incumplidas (1946-2006): "A la raíz de la Escuela de Frankfurt -y sobre todo de sus fundadores- se encuentra entrañada esa vertiente compasiva de la tradición occidental que pone en cuestión la razón desde el sentimiento. No a cualquier razón puede concedérsele el título de humana: sólo es íntegramente humana aquélla que presta argumentos en la dirección marcada por la piedad."[21] Semejante pietismo filosófico, tan afín al rumor callejero y descreído que serpentea entorno de unas iglesias vacías tiempo ha, encarnará también, empero, en una serie de odios, rechazos y prohibiciones y, por ende, lleva inscrito, !ay! como veremos más adelante, el signo de las marcas diabólicas y hasta el severo rigor del castigo penal:

(...) el objetivo por el cual la razón quiso desprenderse de toda tutela ajena y buscar la Ilustración fue el interés por eliminar el sufrimiento y fomentar la felicidad concreta. (...) Cualquier intento de totalidad que no incluya en su seno la autoconservación y la felicidad de los individuos y que abogue por el logro de valores más elevados queda desautorizado de raíz. La Ilustración apuesta por la felicidad concreta.[22]

Ahora bien, cuando la autora habla de "valores más elevados", ¿de qué se está defendiendo? Muchas podrían ser, sobre el papel, las posibilidades, pero el enemigo está perfectamente identificado: "renunciar al placer en nombre de un heroísmo abstracto lleva inevitablemente al nihilismo, porque es inevitable el desprecio por la existencia concreta y el odio hacia la felicidad de los otros. Este nihilismo puede conducir en ocasiones a la destrucción."[23] Un pasaje de Adorno nos permite contextualizar las pretensiones aquí esbozadas: "Toda la monstruosidad ideológica de las metafísicas de la muerte, su degeneración en propaganda de la muerte heroica o en la pura y trivial repetición de nuestro evidente abocamiento a morir, se basa en la debilidad."[24]Bajo este fuego, empero, no se abate sólo al nietzscheano Übermensch y a sus apologetas,[25] sino, subrayémoslo, al propio Kant, cuya ética del deber habría que disolver "en el ansia de felicidad".[26] Es toda una poderosa rama del sentido, procedente de la tradición cultural griega e indogermánica, la que viene así a ser arrancada de cuajo, a cambio de la presunta garantía, dudosa como pretendemos demostrar, de que "Auschwitz no vuelva a repetirse", aunque acaso sí se repita Kolymá.

"La razón quiso", "desautorizado de raíz", etcétera: tales afirmaciones taxativas, que podríamos aceptar si se presentaran convenientemente ataviadas para el "diálogo", es decir, argumentadas y sólo en tanto que verdaderas -con lo cual la verdad, y no la felicidad, constituiría entonces el valor más elevado-, ese tono imperativo que, apelando a Auschwitz, ha desechado ya de antemano su obligación de fundamentar aquéllo que sostiene, se concibe empero como heredera de un compromiso histórico con la crítica racional. La reedición de la idea escolástica de la filosofía en cuanto ancilla theologiae -en este caso teología secularizada y, a ser posible por cuestiones de "inocencia", hebrea y hasta neoyorkina- es aquéllo que actualmente aparece consagrado en los libros de historia como corriente adherida a la exigencia ilustrada de validez. Por otra parte, pese a las afirmaciones de Habermas,[27] el postestructuralismo que, derribando puertas abiertas, pugna por liquidar el concepto mismo de racionalidad -tildado de logocéntrico, de etnicista europeo y librado de tal suerte a las procelosas aguas de la libido- en aras de un totalmente otro "deseante" extrañamente parecido al vecino del quinto, es decir, al "último hombre" caricaturizado por Nietzsche, no supone en ningún caso una ruptura del consenso axiológico eudemonista. Sólo pasamos de la pietista costa Este a la lúbrica California, en algunos casos (Foucault) de forma literal y "superando" hasta el frenesí transgresivo -siempre queda, que diría Cohn-Bendit, alguna "represiva" norma por vulnerar-[28] la gimnástica y aburrida sexualidad edípica de un Marcuse o un Reich. Para completar el cuadro, la escuela analítica, con su metodológica separación entre ser y deber ser, entre discurso positivo -científico- relativo a hechos y discurso carente de fundamento -léase: el resto del universo discursivo en su totalidad-, acota por su cuenta un inmenso territorio donde la parlanchina razón quedaría obligada a callar,[29] pero sólo para dejar en fraquía, cómo no, los deseos, los placeres y los sentimientos, incluso la mística,[30] del consumidor occidental. Así, hoy sabríamos que la cuestión del sentido era en el fondo un pseudo problema, que la gente antes desvariaba y, en definitiva, que el entero "negocio de los filósofos" se reducía a meras añagazas lingüísticas (Wittgenstein).

Brevemente, la razón que „liberó“ Berlín en 1945, la inocente razón de Kolymá, Dresde e Hiroshima, o bien aboga expresamente por la felicidad, ora celeste, ora sexual, so pena de devenir inhumana y sospechosa de „fascismo“, o bien se abole a sí misma y deja la plaza en excedencia a la „pulsión erótica“ -otro vericueto para llegar cuanto antes a idéntico reposapiés doctrinal. Eso cuando no se declara, siguiendo a Wittgenstein, incompetente en materia de ética o moralidad, transfiriendo tales responsabilidades y servicios discursivo-terapéuticos a las autoridades religiosas, tradicionales o de nuevo cuño, cuyo mensaje en cualquier caso ya conocemos de sobra y que, cerrando el círculo, nos conducen otra vez a las inmediaciones de Jerusalén, donde volvemos a toparnos, de forma ya asaz irritante pero nada casual, con un catecismo filosófico para niños que nos explica lo que quiere o deja de querer un personaje de fábula denominado "la razón": "Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su actual estado de esclavitud: el de orientar su pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante. Este imperativo es tan reacio a toda fundamentación como lo fue el carácter fáctico del imperativo kantiano. Tratarlo discursivamente sería un crimen (...)."[31] Pero todo delito quiere unos imputados, y a buen seguro que Adorno sabe en quién está pensando cuando afirma que "no podemos saber qué es el bien absoluto, la norma absoluta, incluso qué es el ser humano o lo humano y la humanidad; pero qué es lo inhumano lo sabemos perfectamente."[32] También lo sabían los comisarios políticos comunistas. Por tanto, a tenor del imaginario simbólico vigente, conocemos el mal absoluto, que se haría extensivo a todo aquél que se oponga a la felicidad concreta de los hombres. Esta afirmación es perfectamente compatible con la imposición de penas por banalización del holocausto a filósofos como Edgar Morin, la estigmatización de Noam Chomsky o la persecución judicial de Roger Garaudy, acusado de negacionista. En última instancia, lo que está en juego es una cosmovisión amenazada desde hace décadas por el pensamiento científico y filosófico. Sin embargo, no otro fue el argumento que, amparándose en el marxismo, justificó el exterminio sistemático de decenas de millones de personas, acusadas de „fascistas“ o de estigmas funcionalmente análogos a efectos de imputación, en países como Rusia o China, hasta cifras que multiplican por veinte las del holocausto, pero mediante técnicas de planificación y justificación "racional", acompañadas de criterios axiológicos inequívocamente „frankfurtianos“:

Es enemigo quienquiera dé la impresión, por signos físicos, psíquicos, sociales, morales u otros, de estar en desacuerdo con el ideal de la felicidad humana.[33]

Por tanto, la filosofía bien entendida, reclamaría que, lejos de negarnos a fundamentar nuestro rechazo ético de lo que Auschwitz significó, intentemos comprender en relación a ese evento histórico por qué los valores de felicidad, goce y salvación han producido un algo "inhumano" simétrico susceptible, en cuanto mal absoluto y en términos demonológicos análogos a los que los nazis aplicaban a los judíos, de ser objeto de supresión física, y han bautizado ese estigma con el nombre de "fascismo" o etiquetas equivalentes para, a renglón seguido, exterminar a 100 millones de personas, de forma sistemática y "científica", como desafectos al ideal de un paraíso secularizado.[34] Conviene subrayar que los agentes de tales crímenes contra la humanidad fueron regímenes marxistas, lo que no hace reflexionar o vacilar o pestañear ni un momento a Adela Cortina cuando afirma, en reclamando la disolución "del deber en el ansia de felicidad" que "estos temas constituyen la clave de una moral marxista humanista", a lo que habría que añadir que constituyeron también una patente de corso para los torturadores y asesinos de la cheká:

Nuestra moralidad no tiene precedente, nuestra humanidad es absoluta, porque descansa sobre un nuevo ideal: destruir cualquier forma de opresión y violencia. Para nosotros todo está permitido, pues somos los primeros que en el mundo han levantado la espada no para oprimir y esclavizar, sino para liberar a la humanidad de sus cadenas (...) ¿La sangre? !Que la sangre corra a mares!" [35]

El planteamiento de Adorno respecto a la idiosincrasia ofensiva y criminal de la pretensión de cuestionar críticamente la axiología eudemonista, representa, por otra parte, el aval filosófico del interdicto que sanciona todo intento de comprender (Verstehen) Auschwitz[36] como una tentativa de banalización y una burla criminal hacia las víctimas hebreas del nazismo. Por ende, la interpretación de la muerte, que pasa necesariamente por el pensamiento del "nazi" Heidegger, deviene imposible y, en el fondo, digna de reprensión, con lo que, a nuestro entender, aquéllo que se nos está sugiriendo en última instancia es la prohibición de cuestionar la herencia judeocristiana, la ideología de Jerusalén, con la advertencia de que este acto desencadenaría toda clase de horrores indecibles. La muerte es así el Mal, objetivado en el factum de "Auschwitz":

(...) el escándalo de la muerte es originario, es anterior a toda filosofía. Escándalo irreductible; la muerte destruye la vieja ilusión filosófica según la cual todo puede ser pensado, todo puede ser conocido."[37]

El holocausto ha devenido nueva profesión de fe universal y se nos habla incluso del museo memorial como espacio litúrgico.[38] Aquí hay que deponer el pensamiento. Si, por ejemplo, aceptamos meramente la existencia de cualquier motivo, causa o razón entre los perpetradores del crimen, algo que, por cierto, sería coherente con las repetidas exigencias de la criminología crítica, marxista por más señas, aplicadas a violadores, asesinos, ladrones y a toda suerte de delincuentes en nombre del progresismo -no digamos ya de los genocidas revolucionarios, elevados a la categoría de héroes-, aceptamos también la naturaleza "humana" del „fascista“ y por ende el carácter relativo del pretendido mal absoluto. Pero nuestro humanismo institucional, pese a sus pretensiones de universalidad, se fundamenta en la exclusión, a saber, la muerte civil de los etiquetados como "fascistas". La filosofía frankfurtiana, que se define a sí misma en términos de „teoría crítica de la sociedad“, es decir, como antagonista del orden establecido, nos descubre ahora una faz harto más sombría, a saber, la de legitimadora del „estado de interpretado“ vigente y guardiana del celoso protagonismo de los judíos entre las víctimas de Hitler -que fueron en total 11 millones de personas, de las cuales 6,5 millones de gentiles- y no digamos ya de la exclusividad del holocausto respecto de las atrocidades "genocidio marxista", donde la palabra "fascismo" mienta ahora un inquietante e impensado continuum semántico entre victimarios y víctimas -acusadas de ser "fascistas"- que colapsa de raíz la jerga de la felicidad. En el mismo sentido, se nos habla constantemente de los vencidos, como si los vencidos y muchas veces condenados a muerte en nombre de los derechos humanos no hubieran sido, precisamente, los denominados fascistas:

El Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. El despliegue del Holocausto ha permitido que una de las potencias militares más temibles del mundo, con un espantoso historial en el campo de los derechos humanos, se haya convertido a sí misma en Estado "víctima", y que el grupo étnico más poderoso de los Estados Unidos también haya adquirido el estatus de víctima."[39]

Ahora bien, el catecismo filosófico frankfurtiano no sólo contribuye a facilitar la utilización propagandística de las víctimas de un genocidio en perjuicio de las víctimas, así abandonadas al olvido, de otro genocidio -lo que representa el más flaco servicio que pudiera hacérseles a aquéllas-, sino que además impide comprender que los crímenes del nazismo se perpetraron también en nombre de ideales eudemonistas, de la conversión de los alemanes en un "pueblo elegido" -por el Dios-Naturaleza materialista, que ocupa el lugar del Dios-Historia de la tradición profética judeocristiana secularizada por el marxismo- y de la trivialidad dietética biologizante y cientificista que rezuman las proclamas, panfletos y libelos nacionalsocialistas.[40] Así, desde la óptica de Michel Foucault, nada sospechosa de fascismo, el racismo no sería ya una ideología nazi, sino la forma específica de gestión del poder que corresponde a la modernidad burguesa, y que se detecta primero en el colonialismo, por supuesto en el nazismo, pero también en el socialismo:

(...) a mi juicio, creo que el Estado socialista, el socialismo, está tan marcado de racismo como el funcionamiento del Estado moderno, del Estado capitalista. (...) El socialismo del siglo XIX fue directamente un racismo. Háblese de Fourier, al inicio del siglo, o de los anarquistas de fines de siglo, pasando por todas las formas de socialismo, se encuentra siempre en el socialismo un componente de raza. (...) nos encontramos en un Estado socialista que debe ejercer el derecho de matar o de eliminar, o el derecho de desacreditar. Y así, con toda naturalidad, reencontramos el racismo, y no sólo el racismo propiamente étnico, sino el racismo evolucionista también, el racismo biológico, funcionando de lleno, en Estados socialistas como la Unión Soviética, en relación con enfermos mentales, criminales, adversarios políticos.[41]

El racismo define las condiciones en las que el Estado (moderno) puede suprimir, anular (no sólo físicamente), al adversario, el derecho de desacreditar, aislar y, en último término, también el derecho de matar: "Quede bien claro que cuando hablo de "matar" no pienso simplemente en el asesinato directo, sino en todo lo que puede ser también muerte indirecta: el hecho de exponer a la muerte o de multiplicar para algunos el riesgo de muerte o, más simplemente, la muerte política, la expulsión". De dichas condiciones de gestión del poder (=racismo) forman parte en consecuencia todos los procesos de desviación, etiquetamiento criminal o estigmatización, tanto de los "judíos" bajo la Alemania nazi, cuanto de los "fascistas" en la Unión Soviética o en las radiantes democracias liberales de la Coca-Cola mental. Para el biopoder, unos y otros representan la "muerte" en tanto que antivalor absoluto opuesto y simétrico a la "vida". Paradójicamente, en el caso de los presuntos "fascistas", ese poder de desacreditar al adversario político se ampara precisamente en la letanía adorniana (Auschwitz=muerte), la cual a su vez no duda en alzar el puño amenazadoramente como una garantía de que aquéllo, el infierno de Satanás, "no vuelva a suceder", pero reproduciendo de forma instantánea las correspondientes pautas de exclusión y liquidación civil del adversario. Esta evidencia abona a Foucault cuando identifica un biopoder (=poder de la vida, „mundo de la luz“: Patocka) y habla del racismo como rasgo estructural de nuestras sociedades.

EL HOLOCAUSTO: MEMORIA E IDEOLOGÍA EN EL "ESTADO DE INTERPRETADO"

Ahora bien, pese a tan sospechosas coincidencias, que marcan como poco una posible línea de investigación que permitiría liberar la filosofía heideggeriana de la pesada hipoteca de su presunta vinculación estructural con Auschwitz, se ha intentado fijar por ley una suerte de principio axiomático, en virtud del cual existiría una diferencia cualitativa entre los crímenes del comunismo y los del fascismo, convirtiendo en difamatorio todo intento de comparación. Un estado de permanente indignación sustituye ahora al razonamiento y se nos amenaza con llevarnos ante los tribunales, mas no precisamente ante los kantianos tribunales de la razón, sino aquéllos otros que hacen posible el democrático horror cotidiano de nuestras prisiones felicitario-utilitaristas. Así, una vez más, se confirma la advertencia de Foucault: el dispositivo de identidad del "nosotros" y rechazo del otro funciona también aquí; el protocolo del das Man -el "uno", el "se"- es ahora un artículo de prensa u otra información que nos conducirá de la desviación al etiquetaje y, si reincidimos, a la estigmatización y al ostracismo civil. Según la vulgata del nuevo racismo, los marxistas fueron los depositarios de las mejores intenciones (frustradas sólo por accidente) y los nazis, cómo no, de las peores; los marxistas, de otro lado, no asesinaban a sus víctimas por lo que eran, como en el caso de los nazis con los judíos, sino por oponerse al régimen de Stalin, hecho que, al parecer sería infinitamente menos grave (tan poco que ni siquiera merece las costas de un juicio); y, finalmente, los crímenes nacionalsocialistas fueron planificados industrialmente y se intentaron justificar a partir de una doctrina presuntamente científica, circunstancias que no se detectarían (?) en el caso del marxismo. Estos hechos vendrían así a encubrir de manera atropellada y harto chapucera la evidente desproporción de magnitudes en cuanto al número de víctimas que, considerado como único factor o criterio de criminalidad, haría del marxismo, y no del „fascismo“, la ideología asesina por excelencia. Sin embargo, los argumentos aportados por los profesionales de la memoria se derrumban ante el más condescendiente examen. Llegados aquí, constatamos habérnoslas con pura propaganda de guerra elevada a la categoría de sistema filosófico:

La "conciencia del Holocausto", como señala el reputado escritor israelí Boas Evron, es en realidad "un adoctrinamiento propagandístico oficial, una producción masiva de consignas y falsas visiones del mundo, cuyo verdadero objetivo no es en absoluto la comprensión del pasado, sino la manipulación del presente" (...) refractada a través de un prisma ideológico, "la memoria del exterminio nazi" llegó a convertirse, en palabras de Evron, "en poderosa herramienta en manos de los dirigentes israelíes y los judíos del extranjero". El holocausto nazi se convirtió en el Holocausto.[42]

Según Norman G. Finkelstein, los dogmas fundamentales que sustentan la estructura del Holocausto en cuanto ideología mundial son dos. De ellos, sería el primero que el Holocausto constituye un acontecimiento histórico categóricamente singular.[43] El hilo argumentativo de Finkelstein nos permite arrimar las posturas historiográficas "agnósticas" y la filosofía de Adorno al calor de un insospechado irracionalismo común: "De afirmar que el Holocausto es único a aseverar que no se puede comprender racionalmente apenas hay un paso. Si el Holocausto carece de precedentes históricos, habrá que colocarlo por encima de la historia y no podrá ser explicado con la lógica histórica. De hecho, el Holocausto es único porque es inexplicable, y es inexplicable porque es único".[44] Compárese el discurso de Wiesel y el dicterio que sanciona como chirigota de las víctimas (judías) de Auschwitz toda pretensión de fundamentar el "imperativo adorniano", al instante se verificará que las similitudes son espectaculares:

Estas mistificaciones, denominadas por Novick "la sacralización del Holocausto", tienen a su mejor representante en Elie Wiesel. Tal como observa Novick con acierto, para Wiesel, el Holocausto es, efectivamente, una religión mistérica. Wiesel salmodia que el Holocausto "conduce a la oscuridad", "niega todas las preguntas", "se sitúa fuera, si no más allá, de la historia", "es imposible tanto de comprender como de describir, "no puede ser explicado ni visualizado", "nunca será comprendido ni transmitido", marca "la destrucción de la historia" y una "mutación a escala cósmica". Sólo el sacerdote-superviviente (léase: sólo Wiesel) está capacitado para desentrañar su misterio. Y, aun así, reconoce Wiesel, el misterio del Holocausto es "incomunicable"; "ni siquiera podemos hablar de él". Por tanto, a cambio de una tarifa de 25.000 dólares (más una limusina con chófer), Wiesel da conferencias en las que desvela que "el secreto de la verdad" de Auschwitz "radica en el silencio". [45]

Adorno sería el teólogo laico de una nueva religión global en cuyo seno otros personajes desempeñarían el papel de oficiantes. No obstante, desde el punto de vista de la crítica ilustrada, el catecismo frankfurtiano es un insulto a la inteligencia: si hablamos de fines últimos, tanto los nacionalsocialistas como los marxistas aspiraban a que una parte de la humanidad, considerada por ellos la humanidad par excellence, la raza aria en un caso y la clase proletaria en el otro, alcanzaran las mayores cotas de felicidad y bienestar posibles. Estamos ante éticas teleológicas utilitaristas y hedonistas que, nos guste o no, nuestras sociedades antifascistas comparten con los genocidas del siglo XX. El sueño utópico ha generado la mentira profética global y, con ella, la metodología del libro de Josué. Hitler no fue, en efecto, un mero nacionalista alemán, sino un darwinista que pretendía diseñar en términos universales el futuro de una humanidad definida estipulativamente, excluyendo de la misma a razas consideradas subhumanas:

Los que no ven en el Nacionalsocialismo otra cosa que un movimiento político saben muy poco de él. Es incluso más que una religión: es la voluntad de recrear la humanidad".[46]

En la actualidad, empero, el concepto de género humano se sigue definiendo en términos evolutivos y zoológicos, aunque con el añadido de una "dignidad" que no se sabe entonces de dónde cuelga, si bien es verdad que las contradicciones, en este terreno, importan poco, toda vez que, tratándose de "nuestra" dignidad, nadie se molestaría en cuestionarla: "El principio fundamental es que "nosotros somos los buenos" (...) y lo que "nosotros" hacemos está dedicado a los principios más elevados, aunque se cometan errores en la práctica" (Noam Chomsky). En este sentido, es dudosa la afirmación de que el mensaje del marxismo, a diferencia del fascismo, fuera destinado al género humano en su conjunto: en realidad, aceptaba como necesario el sacrificio de sociedades enteras, las cuales habían de preceder al advenimiento del modo de producción comunista y hacerlo posible mediante la explotación y el sufrimiento de una parte "desafortunada" -para decirlo suavemente- de la humanidad histórica. Desengañémonos: los conceptos de humanidad del marxismo y del nazismo no son de diccionario o de uso común: son tecnicismos de laboratorio producto de una fabricación conceptual y doctrinal previa. Recordemos la célebre prescripción programática salida del puño del propio Karl Marx:

Prohibición del trabajo infantil". Aquí era absolutamente necesario señalar el límite de edad. La prohibición general del trabajo infantil es incompatible con la existencia de la gran industria y, por tanto, un piadoso deseo, pero nada más. El poner en práctica esta prohibición -suponiendo que fuese factible- sería reaccionario.[47]

En el mismo texto, Marx eleva la anécdota a categoría:

(...) mostrar que era un crimen intentar, por un lado, imponer otra vez en nuestro Partido, como si se tratara de dogmas, ideas que en un período tuvieron algún significado pero que hoy son obsoleto desecho verbal, mientras, por otro lado, volvemos a pervertir la perspectiva realista, que tanto esfuerzo costó instilar en el Partido y que hoy ha encontrado en él su espacio, con el absurdo ideológico sobre derecho y otras basuras, tan comunes entre los demócratas y entre los socialistas franceses."[48]

Bajo el paradigma del Dios-Historia, las victimizaciones son gestionadas por etapas escatológicas que se fijan y escalonan en el decurso de la narración profética. El esclavo del „modo de producción esclavista“ debe ser explotado y su sufrimiento allanar el camino a la felicidad futura de los agraciados beneficiarios del „final de la historia.“ Por su parte, en el modelo del Dios-Naturaleza, la gestión administrativa se articula en función de zonas de un imaginario espacial etnocéntrico. El nazismo fija unas „condiciones de exclusión“ materialista-biológicas que compiten con los requisitos materialista-sociológicos de los marxistas, pero unos y otros se amparan en una axiología utópica que justifica infligir dolor y asesinar a ciertas personas. Los criterios de selección de quiénes van a morir por la "felicidad" de otros dependen del vario aparato ideológico, pero la legitimación racional de los dispositivos burocráticos de exterminio da por supuesta la inocencia lacrimógena del bien y la maldad punible de todo aquél que (supuestamente) se oponga a esa felicidad/bienestar/placer del grupo autoinstituido como postrero sentido de la humanidad. Las intenciones de los marxistas en la Rusia de Lenin quedan así documentadas para la posteridad con la siguiente afirmación genocida del dirigente marxista ruso, de origen judío, Grygory Zinoviev:

Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados."[49]

Por lo que respecta a la institución de la víctima ontológica -a saber, aquélla que habría de morir por lo que es o por el simple hecho de ser-, los judíos asesinados a manos de los nacionalsocialistas no monopolizan esta tan poco envidiable condición, en realidad la frase de Zinoviev ilustra que, para los dirigentes marxistas rusos, ciertos ciudadanos o individuos, por la única razón de existir y encarnar la maldad -la responsabilidad culpable de que la finitud exista, consignada ya por Marcuse al categorizar la muerte como fenómeno óntico-, debían perecer, siendo así que formaban parte de segmentos sociales considerados susceptibles sólo de eliminación física. "Nosotros no hacemos la guerra contra las personas en particular. Nosotros exterminamos a la burguesía como clase", así hablaba Martin Latsis, uno de los primeros jefes de la cheka.[50] Gorky, el genial escritor, utiliza con las víctimas de Stalin los mismos términos -a saber: "piojos"- que Frank, el hitleriano gobernador general de Polonia, empleara para referirse a los judíos:

Considero que esta ejecución era perfectamente legítima. Es completamente natural que el poder obrero y campesino extermine a sus enemigos como si se tratara de piojos.[51]

El elemento biológico denunciado por Foucault en el socialismo se puede así documentar también en la pluma del propio Gorky:

Hay que cultivar el odio de clase mediante la repulsión orgánica del enemigo como ser inferior. Tengo la convicción íntima de que el enemigo es por completo un ser inferior, un degenerado tanto en el plano físico como "moral".[52]

La criminalidad de la utopía no procede de su componente literario positivo -condenado por Marx como socialismo no científico- sino del síndrome de hiperlegitimidad fiscalizadora a la hora de establecer la existencia de un mal absoluto, este sí, identificado y con rostro; de la génesis, dicho brevemente, de una dialéctica negativa donde la utopía, cual idea reguladora, no aparece nunca en carne y hueso, pero sí los obstáculos (humanos) que hay que suprimir para irse aproximando a la tierra prometida. No obstante tan tremendas lecciones históricas, se persiste en el uso simbólico del antifascismo, y el juzgado de instrucción jerosolitano mantiene en busca y captura al satánico responsable de la finitud, a la espera de que este discurso criminógeno, bien engrasado cada día por los políticos, los "intelectuales" y los medios de comunicación, pueda volver a ser utilizado en el futuro al servicio de la felicidad del mayor número, es decir, de la nueva raza elegida y de la inextirpable utopía asesina (religiosa o laica) que todavía palpita en la médula de nuestro imaginario simbólico „democrático“: "Cuáles son los criterios para determinar si los límites de la libertad humana son empíricos (es decir, en último término, históricos) u ontológicos (esto es, esenciales e insuperables)? La tentativa de dar respuesta a esta cuestión ha constituido uno de los mayores esfuerzos de la filosofía. Sin embargo, se ha caracterizado a menudo por una tendencia a presentar la necesidad empírica como necesidad ontológica. Esta "inversión ontológica" actúa también en la interpretación filosófica de la muerte. Se manifiesta en la tendencia a aceptar la muerte no solamente como un hecho, sino como una necesidad, y como una necesidad que debe ser conquistada no destruyéndola, sino aceptándola. En otras palabras, la filosofía ha dado por supuesto que la muerte pertenecía a la esencia de la vida humana, a su realización existencial."[53] Por tanto, si la finitud es sólo un hecho, y en cuanto tal, un mero dato empírico, nos encontraríamos ante algo susceptible de ser modificado por el devenir histórico. Por otra parte, si existe la muerte pero podría no existir, entonces existen también aquéllos que, de alguna manera, son los responsables de que la muerte exista. En primer lugar, los filósofos, gentiles por definición, incapaces de mirar hacia Jerusalén. En segundo lugar, los „fascistas“, encarnación humana de ese mal absoluto. Mas felizmente se detectan también filósofos fascistas, como Heidegger, quien habría elevado al plano teórico aquéllo que otros estaban ya llevando eficazmente a la práctica. Recordemos esta cita extraordinaria, síntesis de nuestro canónico "estado de interpretado":

Esta tradición toca a su fin en la interpretación de Heidegger de la existencia humana como anticipación de la muerte, la última y más apropiada exhortación ideológica a la muerte, lanzada en el momento mismo en que se preparaba la base política para la mortífera realidad correspondiente: las cámaras de gas y los campos de concentración de Auschwitz, Buchenwald, Dachau y Bergen-Belsen.[54]

Finalmente, nuestros arrepentidos filósofos reniegan de ese pasado que comienza en Grecia y culmina en Heidegger y se limitan ya a legitimar metafísicamente -en nombre de la crítica, la ilustración y hasta de la transgresión- las más rancias prácticas discursivas de un statu quo recreado hasta el hartazgo por los propagandistas de Hollywood: "La muerte es la suprema presencia del mal en la tierra (...) La muerte es horrible porque es separación, final, derrota y fracaso. (...) La Barbarie es el Escándalo supremo, el Mal absoluto, porque lo único que de absoluto hay en la vida humana es el Mal. (...) La muerte, en Celan, como en Trakl, tiene los ojos azules. El azul de la muerte, que es un maestro de Alemania, está todavía presente." [55] Mas para quienes la palabra memoria no sea, precisamente, sinónimo de olvido -y olvido interesado al servicio de la más descarada anti ilustración- tal vez existan otros ojos azules, poetizados por los apologetas del genocidio, del crimen todavía impune y hundido en alevosa desmemoria: "Los ojos azules de la Revolución brillan con una crueldad necesaria" (Louis Aragon, "El frente rojo"). Y también brillan, pero inundados de lágrimas, los ojos azules de los niños alemanes, auténtico lapsus del museo memorial, quemados vivos por los bombardeos angloamericanos de exterminio. Pensemos, por una vez, en lo que significa aquí, para una ética dialógica, la frase "no tenemos nada que decirles" (Zinoviev): ¿a qué tradición pertenece esta frase pronunciada por un judío marxista? Y desde luego, Adorno o Wiesel ya han advertido que nada tienen que decirnos, visto que será el juzgado penal el que diga lo que tenga que decir si osamos simplemente preguntarnos por los postulados de la religión antifascista y por esos niños con los ojos azules, víctimas de la necesaria crueldad de los progresistas perpetradores de Dresde, Hamburgo o Pforzheim (por citar sólo algunas de las ciudades alemanas calcinadas).

Pero, al margen de la indignación moral, que no nos hemos querido ahorrar en nombre de un falso academicismo, lo más importante aquí es que precisamente el discurso sobre el holocausto pone en evidencia una vez más la intrínseca invisceración entre la racionalidad moderna y el crimen, y ello con una patencia mucho mayor que en el caso de Auschwitz, pues aquélla pasa tanto más desapercibida, hasta el punto de desaparecer, cuanto más próximos a los significantes institucionalizados del progreso moderno son los crímenes considerados. Dicho brevemente, el vínculo entre razón moderna y genocidio permanece invisible gracias al discurso sobre la singularidad de Auschwitz: "el ejercicio de centrarse en la alemanidad del crimen considerándola como el aspecto en el que reside la explicación de lo sucedido es al mismo tiempo un ejercicio que exonera a todos los demás y especialmente todo lo demás. Suponer que los autores del Holocausto fueron una herida o una enfermedad de nuestra civilización y no uno de sus productos, genuino aunque terrorífico, trae consigo no sólo el consuelo moral de la autoexculpación sino también la amenaza del desarme moral y político. Todo sucedió "allí", en otro tiempo, en otro país. Cuanto más culpables sean "ellos", más a salvo estará el resto de "nosotros" y menos tendremos que defender esa seguridad. Y si la atribución de culpa se considera equivalente a la localización de las causas, ya no cabe poner en duda la inocencia y la rectitud del sistema social del que nos sentimos tan orgullosos."[56] Pero frente a quienes cuentan cuentos, que diría Sócrates, con el fin de identificar y ejecutar de un tiro en la nuca a los „delincuentes ontológicos“, tarea que Marcuse, Bloch o Trotsky nos proponen sin sonreír, la filosofía tiene el deber de recordar todo aquello que, pese a la clamorosa evidencia moral, olvida o minimiza la memoria de los vencedores. El pensamiento ilustrado -¿no sería esa su función?- tiene que luchar por disolver el mito de una maldad absoluta que escindiría a la humanidad por la que dice afanarse en dos grupos, inhumano y chivo expiatorio de todos los males del mundo el uno, beneficiario el otro de la impunidad permanente asociada al estatus de víctima: "El Estado judío intentó utilizar los recuerdos trágicos como el certificado de su legitimidad política, como salvoconducto para todas sus actuaciones políticas pasadas y futuras y, sobre todo, como pago por adelantado de todas las injusticias que pudiera cometer."[57] Por ejemplo, conviene subrayar en este sentido que, a diferencia de los marxistas, cuyas intenciones terroristas[58] y genocidas forman parte del proyecto político bolchevique desde sus mismos inicios, hasta el año 1941 los nazis no pretenden exterminar a los judíos, sino expulsarlos de Alemania, un hecho incontrovertible que priva de todo fundamento a la homilía de la diferencia cualitativa:

A comienzos de julio, Frank estaba de nuevo eufórico. El 12 de julio de 1940, informó a los jefes de los departamentos generales de su zona que el propio Führer había decidido que no se podían enviar más transportes de judíos al Generalgouvernement. Por el contrario, la comunidad judía del Reich, del Protektorat y del Generalgouvernement debería ser transportada, "a la mayor brevedad imaginable", una vez firmado un tratado de paz, a una colonia africana o americana. La idea más extendida, dijo, se centraba en Madagascar, que Francia debía ceder a Alemania con ese propósito expreso.[59]

Abortado el proyecto de nuevo éxodo por razones de tipo técnico y militar, los motivos vindicativos que, en el mismo momento en que comienzan los bombardeos angloamericanos de exterminio contra la población civil alemana, llevan al régimen nacionalsocialista a privar de todo derecho a los prisioneros, se me antojan como poco dignos de análisis: los aliados, que se proponen formalmente el asesinato en masa de no combatientes como forma válida de lucha sistemática, han cruzado el límite y pulverizado los últimos inhibidores humanitarios, ya de por sí asaz endebles, del régimen hitleriano. El atroz plan aliado es anterior al comienzo del holocausto y no se puede justificar, por tanto, a partir de la existencia del mismo, porque en realidad se inspiraba en la idea de la perversidad diabólica del pueblo alemán expresada ya por Clemenceau en tiempos de la primera Guerra Mundial:

Es propio de los hombres amar la vida. Los alemanes no tienen este impulso. (...) Al contrario, están plenos de una morbosa y satánica nostalgia por la muerte. !Cómo aman a la muerte estos hombres! Fervorosos, como en estado de ebriedad y con una sonrisa extática, la miran como a una especie de divinidad. (...) También la guerra es para ellos un pacto con la muerte. [60]

Esta concepción del mal absoluto puesta en práctica por los ingleses veinte años antes de que Hitler llegara al poder mediante un bloqueo naval que se prolongó hasta mucho después del fin de las hostilidades y provocó la muerte por inanición de 400.000 civiles alemanes, la mayoría niños, precede a todos los crímenes del nazismo (¿los provoca?). Si nos detenemos un momento a analizar lo que la aviación inglesa pretendía hacer con los ciudadanos inocentes de un estado que, repito, todavía no era reo del mal absoluto, en lugar de justificar retrospectivamente los bombardeos a partir del holocausto, como acostumbra a hacer el "hablilla", podemos empezar a dudar de la honestidad intelectual y moral del catecismo frankfurtiano:

El 29 de septiembre de 1941, Portal, jefe de la Royal Air Force y renombrado teórico, sometió a la consideración de Churchill un programa que rompía con todo lo anterior. (...) En Bomber Command se había calculado que con 4000 bombarderos y una carga mensual de 60.000 bombas, la décima parte de la cantidad que se estaba empleando, se podían arrasar 43 ciudades alemanas de más de 100.000 habitantes cada una. Comprendían 15 millones de civiles. [61]

Así, mientras los alemanes se proponían deportar a los judíos, los ingleses, por las mismas fechas, planeaban exterminar a 15 millones de civiles alemanes, una secuencia de imágenes a la que no estamos acostumbrados. En otros términos: si el surgimiento del fascismo en Europa es inseparable del fenómeno marxista[62] y sobre todo de la novedosa aplicación bolchevique del terror sistemático y del genocidio industrial -incluidas las cámaras de gas- como instrumento político, el holocausto quizá no se puede comprender tampoco al margen de la ruptura sistemática con toda distinción entre los ámbitos civil y militar en el campo de la estrategia bélica, hito inaugurado tanto por el ejército rojo en su guerra civil revolucionaria cuanto por los bombardeos ingleses de aniquilación masiva contra civiles alemanes.[63] Que dichas operaciones aéreas tenían como finalidad técnica -desarrollada industrialmente con una sofisticación espantosa- quemar vivos a millones de ancianos, mujeres y niños, y que aproximadamente un millón de personas perecieron en Alemania de este modo, es un hecho exhaustivamente documentado por los especialistas.[64] Ahora bien, lo que no se ha analizado porque no se puede ni siquiera plantear públicamente la cuestión sin contraer, merced al catecismo frankfurtiano elevado al rango de código penal, graves riesgos legales, son los efectos que dichas estrategias de guerra „postmoral“ pudieron ejercer sobre los militares alemanes que custodiaban los campos de concentración. En su último discurso público el 8 de noviembre de 1943, Hitler afirmaba que "cientos de miles de bombardeados constituyen la vanguardia de la venganza". En su testamento político es todavía más explícito: "No he dejado a nadie en la incertidumbre de la suerte que le espera a aquel pueblo por el que millones de niños de los pueblos arios de Europa deben morir de hambre, millones de adultos deben perecer y cientos de miles de mujeres y niños son quemados y sucumben en los bombardeos de sus ciudades. Aunque se haga con medios más humanos, el culpable deberá expiar su pecado." Evidentemente, que niños judíos deban expiar con su vida el asesinato de otros niños (alemanes), es un proceder repugnante que carece de toda justificación moral, pero también lo es la afirmación contraria. En efecto, que los niños alemanes debieran pagar por la derrota de los militares ingleses en Dunkerque o por cualesquiera otras actuaciones bélicas del Tercer Reich debería haber sido considerado por los aliados un designio propio de criminales. Y, sin embargo, esa fue exactamente la directriz estratégica de los dirigentes políticos „democráticos“ que autorizaron el bombardeo masivo de las ciudades alemanas, y también parece ser la idea de quienes, en la actualidad, todavía justifican tales actuaciones:

La mayoría de los alemanes sabe hoy, cabe esperar al menos, que provocamos la destrucción de las ciudades en las que en otro tiempo vivíamos.[65]

Púdicamente, el autor omite que no se trataba de „destruir las ciudades“, sino de quemar vivos a sus habitantes, civiles inocentes, y que semejante atrocidad no la provocó salvajada alguna que los alemanes hubieran podido cometer a la altura del año 1941 -la Luftwaffe sólo bombardeó Londres como represalia por los ataques aéreos ingleses sobre Berlín-, sino únicamente la impotencia militar británica. Pensemos en el bombardeo de Pforzheim el 23 de febrero de 1945, con Alemania ya completamente derrotada, un objetivo sin interés militar alguno:

En febrero de 1945 había en esta ciudad 65.000 personas. En Nagasaki, en agosto de ese mismo año, algo más de 300.000. La ofensiva nuclear mató a 39.000 personas, aproximadamente una de cada siete. En Pforzheim murieron 20.277, una de cada tres.[66]

Si algo justifica en general que se achicharrasen niños, mujeres, madres embarazadas y ancianos, y resulta evidente que Sebald lo justifica, entonces el „razonamiento vindicativo“ de Hitler entra en el mismo tipo de „consideraciones“. Para los nazis, los judeobolcheviques representaban el mal absoluto. Para los comunistas, eran los fascistas. Para los ingleses, los alemanes. ¿Quién fue el primero en cruzar el límite que separa la guerra de esa otra realidad, novedosa, moderna, experimentada por las víctimas del siglo XX? ¿Quién desencadenó el toma y daca en el concurso del horror? Dejaremos en suspenso la pregunta, pero, en contra de la opinión común inducida por los „vencedores“, no está nada claro que fueran los alemanes. En cualquier caso, las consecuencias de una percepción monoteísta del adversario que no inventaron precisamente mentes nazis y que es incompatible con cualquier concepto de crítica, no se hicieron esperar y, sin embargo, cincuenta años después del desastre, seguimos hablando de un mal absoluto con ojos azules. Ahora bien, en plena guerra y en medio de una propaganda totalitaria que, por parte de ambos bandos, convertía literalmente al enemigo en una encarnación del demonio, ¿podía esperarse que el personal penitenciario del Konzentrationsläger, y no digamos ya los fanáticos jerifaltes del régimen, ante las imágenes ampliamente difundidas de infantes y mujeres calcinados en masa y de forma planificada por los aviadores ingleses, respetaran escrupulosamente los derechos humanos de los allí empleados como mano de obra esclava? ¿O era de suponer que, judíos o no judíos, los internos fuesen explotados hasta la extenuación y la muerte, mientras se asesinaba sin contemplaciones a los inútiles para el trabajo? Negar la existencia de factores -cualesquiera que éstos sean, por ejemplo el „razonamiento Sebald“- en el genocidio de los judíos es simplemente volverse de espaldas a una realidad humana presta a cometer fechorías por móviles harto más livianos que los que acaso impulsaran a los asesinos nazis. Las teorías funcionalistas sobre el holocausto apuntan a dichos factores:

Desde hace muchos años, los historiadores del Holocausto se han dividido en dos grupos, el "intencional" y el "funcional". El primero de ellos insiste en que desde el principio Hitler había tomado la firme decisión de matar a los judíos y sólo esperaba a que se dieran las condiciones oportunas. El segundo sólo atribuye a Hitler la idea general de "encontrar una solución" al "problema judío", una idea clara sólo por lo que se refiere a la idea de una "Alemania limpia", pero vaga en lo referente a los pasos que había que dar para que se hiciera realidad. Los estudiosos de la historia apoyan con datos cada vez más convincentes la visión funcional.[67]

En el lado opuesto, historiadores como propio Daniel Goldhagen reconocen que:

(...) suele creerse que los alemanes mataron a los judíos, por lo general, en las cámaras de gas, y que sin éstas, los medios modernos de transporte y una burocracia eficaz, los alemanes no habrían podido matar a millones de judíos. Persiste la creencia de que, de alguna manera, sólo la tecnología posibilitó un horror a semejante escala. (...) Existe una creencia generalizada de que las cámaras de gas, debido a su eficacia (que se exagera mucho), fueron un instrumento necesario para la carnicería genocida, y que los alemanes decidieron construir las cámaras de gas en primer lugar porque necesitaban unos medios más eficaces para matar a los judíos. (...) Todos estos criterios, que configuran básicamente la comprensión del Holocausto, se han sostenido sin discusión, como si fuesen verdades evidentes por sí mismas. Han sido prácticamente artículos de fe, procedentes de fuentes distintas de la investigación histórica, han sustituido el conocimiento fidedigno y han distorsionado el modo de entender este período.[68]

De acuerdo con la tesis de este autor, el genocidio fue, en su mayor parte, obra de alemanes corrientes que obedecían a la añeja ideología antisemita convenientemente radicalizada por el régimen nazi. Sin embargo, admitido el planteamiento intencionalista de Goldhagen, si el factor ideológico antisemita que empapaba el tejido social alemán (y europeo) fuese el único factor explicativo, no se podría entender que el holocausto empezara sólo a partir del año 1941 y afectase a personas de otras etnias y condiciones, además de la judía. Sería necesario que, independientemente de la ideología en cuestión, cuya existencia sería absurdo negar, se detectara un elemento desencadenante. Goldhagen sólo puede descartar esta posible hipótesis explicativa cuestionando, sin aportar fundamento alguno para ello, que el genocidio judío fuera posterior al año 1941, fecha de inicio del exterminio reconocida por todos los especialistas: "La crueldad sistemática demostraba a todos los alemanes implicados que sus compatriotas trataban a los judíos como lo hacían no porque hubiera alguna necesidad militar de hacerlo así ni porque los civiles alemanes muriesen bajo los bombardeos aéreos (la crueldad sistemática, como gran parte de la matanza genocida, precedió a los devastadores ataques aéreos), no por cualquier justificación tradicional para matar a un enemigo, sino por una serie de creencias que definía a los judíos de una manera que exigía su sufrimiento como castigo, una serie de creencias que tenían como consecuencia un odio tan profundo como un pueblo probablemente jamás ha sentido hacia otro."[69] Por tanto, la explicación, según Goldhagen, nos remitiría al odio, es decir, a la maldad metafísica de los perpetradores, pues un odio semejante no se puede comprender, establece una divisoria en el seno de la humanidad y, como los fanáticos nazis afirmaban de los judíos, niega la condición humana de quienes fueron sus depositarios. Sin embargo, según Zygmut Bauman, gracias a minuciosas investigaciones históricas realizadas en las últimas décadas "ahora sabemos que antes de que los nazis llegaran al poder y mucho después de que se afianzara su dominio sobre Alemania, el antisemitismo popular alemán era modesto si se compara con el odio hacia los judíos que existía en otros países europeos".[70] Odio, más bien, inseparable de la tradición judeocristiana de un dios único y de un oponente diabólico a ese dios convertido en causa y cabeza de turco de todos los males que afligen al "nosotros". ¿Podemos detectar así también lo bíblico en la doctrina del bomber command inglés? „En Pforzheim hacía un frío extremo; en cambio, Hamburgo registraba los mayores índices de calor y humedad de los últimos 10 años. La temperatura de aquella noche sofocante del 28 de julio, se mantuvo entre los 20 y los 30 grados. La conjunción de clima, proporción adecuada de bombas incendiarias, colapso defensivo y susceptibilidad de los edificios a las llamas consiguió aquello a lo que Harris atribuía el nombre en clave de „Gomorra“. Como Abraham en el capítulo 19 del Génesis, contempló la ciudad en pecado „y vio que el humo subía de la tierra como el humo de un horno“; derritió entre 40.000 y 50.000 personas. (...) 7.000 niños y jóvenes perdieron la vida, 10.000 quedaron huérfanos.“[71] En definitiva, quizá no fuera por azar que Sir Arthur Harris, máximo responsable militar de las hazañas aéreas británicas, encontrara en el Antiguo Testamento la inspiración y, quizá hasta el consuelo, en su sangriento afán de volver a cegar, como el cristiano Carlomagno, los ojos de los paganos sajones hostiles al dios de Jerusalén.

No es nuestra tarea ocuparnos aquí de explicar las causas del genocidio judío: ni podemos afirmar que la explicación del holocausto haya que buscarla en los bombardeos aliados, ni planteamos hipótesis alguna al respecto, pues no es nuestro trabajo y de lo que se trata, desde el punto de vista filosófico crítico, es de subrayar que cualquier hipótesis, sea cual fuere, en el marco del actual imaginario simbólico occidental, supondrá una humanización de los „perpetradores“ y, por ende, una "banalización" del holocausto penalmente sancionada. Ahora bien, esta circunstancia condena al „fascismo“ a una suerte de exterioridad absoluta que constituye la definición misma del mito y, en consecuencia, resulta incompatible con la idea misma de ilustración. Por otra parte, dados los vínculos entre Heidegger y el nazismo, entre fascismo y filosofía, dicha prescripción equivale pura y simplemente, en la práctica, a una prohibición de pensar:

Los discursos apresuradamente izquierdistas, líricamente antipsiquiátricos o meticulosamente históricos no son más que maneras imperfectas de abordar esa brasa incandescente (...) Es ilusorio creer que la locura -o la delincuencia o el crimen- nos habla a partir de una exterioridad absoluta. (...) El margen es un mito. La palabra de afuera es un sueño que siempre continúa prorrogándose.[72]

Pese a ello, la insistencia postestructuralista en reducir la totalidad de las instituciones occidentales a una matriz disciplinaria común de la que la cárcel representaría el paradigma, ha dejado de lado el tema del campo de concentración como institución, como verdad de la cárcel y como verdad de la modernidad en cuanto proyecto de construir una sociedad de acuerdo con unos determinados cánones racionales de "felicidad colectiva". Por nuestra parte, pretendemos enfatizar que la idea de que marxismo y nazismo no pueden compararse en cuanto a criminalidad porque el nazismo encarna el mal absoluto, porque los alemanes o los nazis eran poco menos que entes diabólicos, no sólo supone reproducir el lenguaje que los gestores de las chekas, del gulag y de Dresde e Hiroshima empleaban para justificar sus actos, sino que, en el fondo, reedita la episteme ontoteológica que subyacía al propio nazismo y de la que tanto los fascistas como los alemanes de la época fueron, en cuanto postcristianos modernos embarcados en el proceso de racionalización occidental, meros herederos. La idea del holocausto como acontecimiento singular nos impide comprender el fascismo y, por extensión, el sentido de esa racionalidad moderna, imbuida de ontoteología monoteísta, que se nos hurta constantemente tras las estridencias del montaje teatral antifascista: "el Holocausto es una ventana, no un cuadro. Al mirar por esa ventana se vislumbran cosas que suelen ser invisibles, cosas de la mayor importancia, no sólo para los autores, las víctimas y los testigos del crimen, sino para todos los que estamos vivos hoy y esperamos estarlo mañana. Lo que vi por esa ventana no me gustó nada en absoluto".[73] El catecismo frankfurtiano, con su postulado maniqueo, no sólo perpetúa la invisibilidad del código simbólico criminógeno, el primero del siglo que, a caballo de la técnica y el Estado moderno, cabalga cargado de potencialidades genocidas -y frente al cual el fascismo se levanta como reacción, no en vano calificada de "reaccionaria"- sino que lo institucionaliza y petrifica, filosófica y judicialmente, blindando sus postulados frente a cualquier posible crítica razonada. La metodología „científica“ empleada por Adorno para explicar el fascismo, responde así a los intereses de una cosmovisión política y de una soteriología oscurantista, anti-ilustrada:

Poco después de la guerra, un grupo de eruditos encabezado por Adorno publicó "La personalidad autoritaria", libro destinado a convertirse, para los años venideros, en un modelo de investigación y teorización. Lo que es especialmente importante del libro no son sus proposiciones concretas (prácticamente todas se cuestionaron y condenaron posteriormente) sino la localización del problema y la estrategia de investigación que derivó de ella. (...) Como sugiere el título del libro, los autores buscaban la explicación del dominio nazi y las posteriores atrocidades en la presencia de un tipo especial de individuo (...) Para Adorno y sus colegas, el nazismo fue cruel porque los nazis eran crueles porque las personas crueles tienden a ser nazis.[74]

Dicho brevemente: aquéllo que hizo posible tanto el holocausto como el resto de los genocidios veintistas no sólo ha sido deliberadamente ensordecido, sino que se trata de poder adoptar como supuesto antídoto contra "el mal" el mismo lenguaje y esquema de valores que hizo posibles los crímenes contra la humanidad perpetrados por todos los bandos pero expiados sólo por los derrotados; unos crímenes imputados, además, a la tradición de sentido que, entrañada en el concepto de ciencia, conocimiento y racionalidad, quizá hubiera podido inmunizarnos contra el genocidio: precisamente, la tradición trágica y anti-utópica de la que Heidegger es el más significativo representante. Esta impostura fundamental se detecta en toda la producción filosófica, literaria y científico-social, con muy escasas excepciones, publicada a partir de 1945. El resultado es que, coartada de la memoria mediante, una determinada orientación o tradición cosmovisional de sentido se da por legitimada sin necesidad de argumentar, visto que a la pretensión misma de plantear su validez racional se la tacha de error metódico, residuo metafísico y hasta de crimen de lesa humanidad: ¿quién, en efecto, reclamaría desempeños racionales al imperativo de la piedad, de la felicidad, del deseo, etcétera, excepto una razón inhumana que busca el exterminio? "Fundamentarla tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido."[75] Llegados a este punto, la cuestión será qué hacer entonces con la otra herencia de sentido, vinculada precisamente a la muerte, aquella que, desde el esquema historiográfico comentado, ha sido privada de antemano -y me temo que a partir de un mero consenso estratégico o acuerdo fáctico- de toda pretensión de racionalidad moral, una pretensión que, como hemos visto, queda finalmente adscrita o franquiciada a la corriente frankfurtiana, tras la renuncia expresa de las otras dos escuelas eudemohedonistas. La respuesta políticamente correcta a esta pregunta es conocida: todo aquéllo que forme parte de las apelaciones a "valores superiores" pertenece al ámbito cultural del „fascismo“ y se encuentra detenido bajo sospecha de genocidio en el correspondiente furgón de atestados literarios. De acuerdo con el procedimiento habitual de los comisarios de la cultura, no es menester razonar ni fundamentar, ello ofendería a "las víctimas", la crítica consiste aquí en despachar determinado lenguaje como lo haría cualquier burócrata de la policía del pensamiento. Así, frente a una apelación sospechosa de „fascismo“ sólo queda la denuncia, a ser posible judicial o en cualquier caso político-mediática, y el consiguiente ostracismo o inhabilitación civil de los afectados. Nada que decir sobre los brillantes resultados históricos de la utopía ni sobre la naturaleza criminógena de los valores que la sustentan, mencionar siquiera tales extremos afectaría a la "razón" de los vencedores y, en una palabra, cuestionaría incluso hasta nuestra condición de personas decentes.

EL COLAPSO DE LA RACIONALIDAD POLÍTICA MODERNA


La única excepción contemporánea de primera magnitud a la unanimidad axiológica judeocristiana es, en efecto, Heidegger, autor de afirmaciones filosóficas tan irreductibles al mencionado consenso como la siguiente: “El fenómeno del “estado de resuelto” nos puso ante la verdad de la existencia... El “estado de resuelto” “precursando” no es ninguna salida para superar la muerte, sino el comprender que sigue a la vocación de la conciencia y que da a la muerte la posibilidad de hacerse potencia dominante de la existencia del ser ahí y de destruir de raíz toda fuga y encubrimiento de sí mismo”. Frente a este filosofema que identifica verdad y muerte con una pretensión de legitimidad vinculante, la postura soteriológica del frankfurtiano Adorno se nos antoja harto irracional, toda vez que sus elecciones axiológicas fundamentales no dejan de estar presentes en las ulteriores filosofías de la validez que, presuntamente, deberían excluir toda experiencia de sentido no legitimada por la propia razón. La respuesta a tamaño interrogante, y por ende al auténtico fraude filosófico que nos hurta el tema central de la filosofía del siglo XX, la encontraremos sólo en el pensamiento y la obra de Heidegger. En virtud de este hecho, la sentencia filosófica adorniana fijando la prohibición de pensar el holocausto nos aboca a la siguiente situación: Auschwitz define la esencia del fascismo; Auschwitz es incomprensible, en consecuencia el fascismo es incomprensible. Ahora bien, según Derrida:

No se trata de que, sabiendo o creyendo saber lo que es el nazismo, debamos a partir de aquí releer a "Nietzsche" y su gran política. No creo que podamos todavía pensar lo que es el nazismo. Esta tarea queda por hacer, y la lectura política del cuerpo o corpus nietzscheano forma parte de ello. [76]

El Heidegger de "Ser y tiempo" es, por otro lado, el filósofo por excelencia del siglo XX. Heidegger no sólo militó empero en una organización fascista, sino que sería el pensador cuya obra, según los frankfurtianos, recodifica filosóficamente el núcleo cosmovisional del fascismo (la „ideología de la muerte“), por tanto, si no podemos comprender el fascismo, tampoco podemos comprender la obra de Heidegger. Finalmente, si no podemos comprender la obra filosófica más relevante del siglo XX, no podemos comprender ya la filosofía y, por ende, carece de sentido seguir hablando de cultura. La conclusión de Adorno se compadece perfectamente con semejante extremo: "Toda cultura después de Auschwitz, junto a toda crítica de ella, es basura". [77] Aunque en el texto de Adorno las premisas y consecuencias de las inferencias anteriores han sido elididas, la afirmación del filósofo frankfurtiano depende de ellas, es decir, del conjunto de su obra, en cuyo seno deberían poder reconstruirse. Sea como fuere, el interdicto adorniano abole la crítica, lo que desemboca en el siguiente absurdo interpretativo e historiográfico: la escuela ilustrada, la única que, en el conjunto del panorama filosófico contemporáneo, ha reivindicado la herencia iluminista, prescribe la renuncia a la ilustración. ¿O estamos más bien ante el colapso de una cosmovisión enquistada en el corazón del proyecto ilustrado pero en puridad ajena a él? Si ésta es la ilustración que ha llegado hasta nosotros, incapaz de pensar, paralizada ante los retos decisivos del pensamiento (la muerte, el crimen, la culpa, el castigo, la verdad, el dolor, etcétera), ¿tendría sentido cuestionar los esquemas heredados sobre los cánones en virtud de los cuales hablamos de ilustración, ciencia y racionalidad, condenando al abismo de lo irracional aquéllo que simplemente transgrede los contenidos normativos cosmovisionales de una ideología, de una opción de valores determinada? Dicho más brevemente, ¿existiría una contradicción irreductible entre crítica y utopía? Responder a tales preguntas nos aboca a la cuestión del colapso endógeno de la racionalidad política moderna.


Heidegger, en efecto, ilustra a la perfección la segunda anomalía en el esquema historiográfico que sirve de hilo conductor a la presente reflexión. Así, de la misma manera que detectamos potentes contenidos de sentido irracional en la tradición que se quiere ligada a las filosofías de la validez, incluso al precio de colapsar el concepto mismo de racionalidad moral limitando desde el exterior sus prerrogativas admisibles a priori en cuanto meramente dignas de consideración, es posible, como ya hemos dicho, identificar igualmente en las orientaciones filosóficas articuladas entorno a la cuestión del sentido supuestamente irracional pretensiones de validez perfectamente susceptibles de examen que suponen, por lo que se ha expuesto hasta aquí, planteamientos de hondo calado crítico, si es que la palabra crítica conserva todavía algún significado identificable que no haya sido adulterado por las ideologías proféticas (="progresistas"). Conviene subrayar, asimismo, que Heidegger, a pesar de su secular soledad, no surge obviamente de la nada, sino que, siguiendo el hilo conductor de Nietzsche y saltando por encima de la entera cultura judeocristiana, aspira a entroncar con la filosofía antigua y, más concretamente, con el pensamiento presocrático y la tragedia griega. La presunta dicotomía sentido/validez en la historia de la filosofía contemporánea se va perfilando así, a partir de este y otros datos, como deudora de decisiones ideológico-políticas ajenas al pensamiento académico. En realidad, aquéllo que se dibuja ante la mirada de un examen más atento es la existencia de dos tradiciones de sentido con sus correspondientes pretensiones de validez. El propio Herbert Marcuse, en su citado ensayo "La ideología de la muerte", pretende ofrecernos, desde su perspectiva, un relato de la institucionalización de la muerte como centro de la filosofía que comienza en Sócrates y concluye en Heidegger, teórico de Auschwitz. Así, a tenor de las premisas doctrinales judeofrakfurtianas, Grecia conduce a las cámaras de gas y la filosofía tout court equivale a una glosa del exterminio. Las pretensiones de validez de la herencia religiosa monoteísta se expresan en la Escuela de Frankfurt e intentan hacer pasar por requisitos de racionalidad válidos per se -hasta el extremo de criminalizar su mero cuestionamiento- las que en principio no son más que opciones ideológicas de tipo teológico-secularizado. Los desempeños de validez de la herencia trágica, de la Grecia de los alemanes reivindicada por Nietzsche y que Heidegger, en su ontología fundamental, articula racionalmente por primera vez en la historia de la humanidad, han sido silenciadas como tales[78] y representan, sólo en cuanto meras pretensiones de fundamentación, un desafío al consenso axiológico impuesto coactivamente al mundo occidental desde el final de la segunda Guerra Mundial. A efectos meramente terminológicos, me referiré a la otra tradición de sentido y racionalidad como „cultura trágica“, cuya presencia impregna la historia de occidente y corre paralela, aunque en un sentido muy distinto al propuesto por Marcuse, a la cultura judeocristiana. Y, hay que decirlo, por mucho que se detecten signos inconfundibles que sugieren vincular el fenómeno fascista a esta „cultura trágica“, no son dichos elementos simbólicos los que permiten a los movimientos fascistas acaudillar a las masas y acceder al poder, sino que es más bien la implementación propagandística del utillaje discursivo que caracteriza a las versiones secularizadas (comunismo, socialismo, anarquismo) de la herencia judeocristiana, la que ayuda a explicar el extraordinario éxito del fascismo en los años veinte y treinta del siglo anterior. Ahora bien, pretender, como se pretende, que es la dimensión trágico-heroica de las ideologías fascistas la que explica los crímenes cometidos por determinadas dictaduras, supone ignorar tres hechos: 1/ la existencia de estados fascistas a los que no se puede imputar genocidio alguno, empezando por el régimen cuyo nombre identifica a la familia; 2/ la presencia sistemática del terror y de crímenes contra la humanidad en prácticamente todos los regímenes de cuño marxista; 3/ la idiosincrasia mimética de la violencia metódica aplicada por el fascismo, que remite, precisamente, al marxismo:

(...) el fascismo (...) toma del marxismo la convicción de que la violencia es el motor de la historia, exclusivamente regida por la leyes de la guerra .[79]

La pregunta que nos hacemos es si existe una relación necesaria, como pretende la Escuela de Frankfurt señalando a Heidegger, entre una determinada tradición cosmovisional de sentido/valores y la comisión de crímenes contra la humanidad y genocidios. Este discurso querría expulsar del campo académico, científico y cultural unos planteamientos que no pueden ser simplemente reducidos a cenizas, como lo fueron las ciudades alemanas: se los refutaría, en otros términos, mediante argumentaciones extra filosóficas que encima vienen amparadas por una doble barrera de intangibilidad argumental y sanción jurídica positiva, es decir, por prescripciones reductibles a la mera conminación o amenaza penal. Estamos ante la sublimación discursiva de una mera situación fáctica de fuerza heredada del año 1945 y, sin embargo, se nos habla de ética del discurso y de unas condiciones ideales del diálogo que excluyan la coacción. Pero, ¿no fue Habermas quien, beneficiándose de dicho factum brutum de poder, se opuso vehementemente, en la famosa polémica de los historiadores, a la historización del pasado fascista, que es precisamente aquéllo que nos permitiría comprender el fenómeno del fascismo y determinar qué valores y plexos de sentido fueron los que propiciaron la más horrorosa centuria de la historia humana (cuyo espanto no acaba nunca de concluir precisamente porque no somos capaces de asimilarlo como bagaje inseparable de nuestro „estado de interpretado“, de lo que nosotros mismos somos)? Este fraude sólo podría perpetrarse identificando a un culpable bien predispuesto a encarnar el mal absoluto en el interior de un marco cultural dominado los por valores judeocristianos secularizados: las "metafísicas de la muerte" asociadas al fascismo y, sin enrojecer de ilustrada vergüenza, incluso a Satanás, vienen aquí como anillo al dedo para el fin deliberado de subvertir el sentido de la cuestión y garantizar la impunidad de ciertas tradiciones ideológicas que deberían sentarse en el banquillo de los acusados.


En efecto, hay que recordarlo: los planteamientos filosóficos heideggerianos no influyeron para nada en las prácticas ejecutivas del régimen hitleriano, éste es un hecho unánimemente aceptado por los historiadores. Antes bien, los mandamases doctrinales del partido nazi, como Alfred Rosenberg, Ernst Jaensch y Ernst Krieck consideraron la ontología fundamental cosa propia de la decadencia judía, nihilismo y morbosidad: "El pensamiento de Heidegger tiene exactamente el mismo carácter que el pensamiento talmúdico-rabulístico. Por eso ejerce el mayor de los atractivos y descendientes de judíos o las personas con la misma estructura psíquica que ellos. Si Heidegger sigue influyendo sobre la formación y selección de las nuevas generaciones universitarias, se puede afirmar con absoluta seguridad que esta selección dentro de la universidad y la vida intelectual favorecerá claramente a los descendientes de judíos que aún quedan entre nosotros. (....) Los productos del pensamiento de Heidegger (...) constituyen un tipo de rabulística que roza la enfermedad mental, de modo que uno se pregunta a cada momento qué se puede considerar todavía embrollado y excéntrico en el sentido normal y qué es ya pura charlatanería esquizofrénica."[80] Los nazis de a pie experimentaron las ideas heideggerianas como un conjunto de actitudes incompatibles con organizaciones como „la fuerza por la alegría“ y otros engendros institucionales semejantes, producto típico de una doctrina para honestos padres de familia que podrían darse la mano, en sus convicciones sanitario-terapéuticas de sentido común, con los perpetradores de la cheka: ""un burgués" con todo el aspecto exterior de la respetabilidad, todos los hábitos de un buen paterfamilias que no engaña a su mujer y busca ansiosamente asegurar un futuro decoroso a sus hijos; y ha basado conscientemente su más nueva organización de terror... en dar por supuesto que la mayoría de las personas no son bohemios, fanáticos, aventureros, maníacos sexuales ni sádicos sino ante todo empleados y buenos padres de familia... La organización general de Himmler no se apoya en fanáticos, en asesinos congénitos ni en sádicos; se apoya enteramente en la normalidad de empleados y padres de familia."[81] Las afirmaciones de Arendt han sido confirmadas posteriormente por los historiadores: entre los miembros del personal penitenciario de los campos, el porcentaje de sádicos oscilaba entre el 5-10%.[82] Los judíos, para los nazis, eran ante todo degenerados, enfermos, que encarnaban, precisamente, la muerte, y fueron tratados como apestados portadores de los genes de la decadencia y de la crisis moral de las sociedades occidentales. El nazismo, en definitiva, se identificaba con el sentido común utilitarista, la razón y la ciencia tal como había sido acuñada por el positivismo decimonónico. Una razón política y una ciencia biológica -biopoder- que definía, como hemos ya apuntado más arriba, los límites del intelecto en cuanto instrumento adaptativo al servicio de la supervivencia, es decir, de la vida -"vida" cuyos contenidos axiológicos eran los mismos que cualquier burgués de clase media hubiera aceptado como propios en Londres, Madrid o París. Así, el Tercer Reich esperaba construir un paraíso germánico en los territorios arrebatados a Rusia, un jardín del Edén producto de la ingeniería social que en nada se distingue, por lo que respecta a los valores, del resto de las utopías seculares y de nuestra actual sociedad de consumo occidental, erigida a expensas del sufrimiento y la muerte de millones de personas en los llamados países subdesarrollados: "Alemania puso en práctica la "solución final" para su problema judío como un ejercicio de libro de texto sobre el razonamiento instrumental. (...) La misma lógica, la misma aplicación fría e inexorable de la astuta razón mató durante los veinte años siguientes por lo menos a un número de personas igual al que había caído a manos de los técnicos del Reich de los mil días. No hemos aprendido nada. La civilización se encuentra hoy en tanto peligro como entonces".[83] No otra es la explicación de Heidegger respecto a la Kehre, que Habermas descalifica como mera maniobra personal de autoexculpación. La Kehre comienza, empero, en el año 1936 con las "Contribuciones a la filosofía", mucho antes de la derrota y del público conocimiento de los crímenes hitlerianos. Heidegger desarrollará una crítica de la modernidad que incluye al nazismo y a la ciencia política como actores de un escenario más amplio del que también forman parte el bolchevismo y el americanismo. El aspecto que Heidegger pretende "reivindicar" del nacionalsocialismo, ese factor diferencial trágico-heroico que precisamente no desempeñará papel alguno en la comisión del holocausto, "la interna verdad y grandeza de este movimiento (a saber, el encuentro de una técnica de vocación planetaria con el hombre moderno)" (pág. 152), no ha sido, empero, interpretado -ni puede serlo sin incurrir en delito, pues supone aceptar que en el nazismo se llegaría a detectar algún elemento „legítimo“. Pero, a mi entender, este "encuentro" o "correspondencia" apunta al momento de desposesión, quiebra o brecha de la subjetividad moderna que se expresa en la semántica trágico-heroica y que acompañará al nacionalsocialismo hasta los últimos y patéticos días de la caída de Berlín. Por lo que respecta a la dimensión crítica, que conocemos por ejemplo a través de la entrevista de "Der Spiegel", mantiene Heidegger la identidad fundamental entre los fascismos, las democracias liberales y las dictaduras marxistas. Ha pasado mucho tiempo desde el final de la guerra y actualmente conocemos con detalle la sangrienta realidad del comunismo, así como la situación del llamado Tercer Mundo. ¿Sería por tanto descabellada semejante afirmación de Heidegger? Puesto que lo esencial de la crítica heideggeriana a la modernidad apunta a una racionalidad instrumental ya en el concepto que se hace de la ciencia política, parece evidente que Heidegger iguala los movimientos políticos del siglo XX por el rasero común del utilitarismo, léase: la irrisión de toda verdad que no responda a los intereses de una subjetividad metafísica encarnada por la técnica, la manipulación y el cálculo racional, todo ello en el seno de un discurso del "bienestar" de las masas, del pueblo o, actualmente, afirma Heidegger expresamente, de la "sociedad":

Autoafirmación de la Universidad: eso va contra la llamada "ciencia política", que en aquella época exigían el partido y el estudiantado nacionalsocialista. Ese nombre tenía entonces un sentido completamente distinto, no significaba, como hoy, politología, sino que quería decir: la ciencia en cuanto tal, su sentido y valor, han de evaluarse por su utilidad práctica para el pueblo. La oposición a esta politización de la ciencia se expresa intencionadamente en mi discurso rectoral.[84]

Si no fuera por las "Contribuciones a la filosofía" podríamos afirmar que Heidegger actúa como un falsario cuando intenta convencernos de su presunto cuestionamiento filosófico del nazismo a partir de un texto como el del rectorado. Sin embargo, la realidad es ésta: Heidegger criticó la ideología oficial del partido y negó que se correspondiera con la "verdad" interna del movimiento, que él identificaba con aquel elemento de su filosofía calificado por Habermas de cosmovisional. Oficialmente rechazado o ignorado empero por el nazismo, por lo menos en su articulación filosófica (no así en la estética), pero claramente perceptible por el filósofo, dicho elemento ocupa el centro de la filosofía de Heidegger:

Yo veo la situación del hombre en el mundo de la técnica planetaria no como un destino inextricable e inevitable, sino que, precisamente, veo la tarea del pensar en cooperar, dentro de sus límites, a que el hombre logre una relación satisfactoria con la esencia de la técnica. El nacionalsocialismo iba sin duda en esa dirección; pero esa gente era demasiado inexperta como para lograr una relación realmente explícita con lo que hoy acontece y está en marcha desde hace tres siglos.[85]

En este contexto hay que situar su famosa frase de las conferencias en el Club de Bremen (1949):

La agricultura es ahora una industria alimentaria mecanizada; en cuanto a su esencia, es lo mismo que la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas y en los campos de exterminio, lo mismo que los bloqueos y la reducción de regiones enteras al hambre, lo mismo que la fabricación de bombas de hidrógeno.


El sentido de esta afirmación es a mi entender iluminador: lejos de buscar las causas del genocidio judío en el odio del pueblo alemán a los hebreos, algo que nos impide comprender y reduce el hecho a lo "inexplicable" (pues ese odio no se "entiende"), como pretende Goldhagen, podríamos concebir el holocausto como un aspecto del colapso de la racionalidad veteromoderna. No obstante, existiría, sí, y de ahí las afirmaciones de Heidegger respecto a la "verdad interna" del nacionalsocialismo, una diferencia entre el fascismo y nosotros, a saber: los fascistas aceptaron abiertamente y hasta a veces con "nietzscheana", pomposa y fatua ostentación, la debacle de los valores morales heredados, expresaron a voz en grito, aunque en la mera forma de un código estético, la verdad del poder. Esta actitud rompía en un punto esencial con la tradición discursiva judeocristiana y, en nombre de dicha ruptura, afirmaba implícitamente el valor humano intrínseco, irreductible, de lo que sólo puede detectarse en la letra pequeña del contrato marxista con la utopía, es decir, las consecuencias morales de la muerte de Dios. Tal elemento estético de una verdad moderna de lo político en el seno del fascismo, y no sus crímenes en sí mismos, que son soslayados sin ningún escrúpulo cuando se trata de otras corrientes ideológico-políticas o estados realmente existentes, como la China comunista, lo convierten en el chivo expiatorio de todos los genocidios. La estética fascista suponía, en efecto, un desafío a los corolarios simbólicos de la utopía y, en este sentido, sus actos de exterminio adquieren, a los ojos de una determinada cosmovisión, especial gravedad. Pero el hecho diferencial del fascismo no se correspondería con su esencia, utilitarista, pese a que una y otra cuestión se confundan de forma insistente e interesada:

Así, el poder fascista es el único que ha sabido volver a jugar con el prestigio ritual de la muerte, pero (y esto es lo más importante aquí) ya de manera póstuma y truncada, proliferante y de puesta en escena, de una forma, como bien lo ha visto Benjamin, estética -y no ya verdaderamente sacrificatoria. Su política es una estética de la muerte, una estética ya retro, y todo lo que es retro desde entonces no puede menos que inspirarse en el fascismo como obscenidad y violencia ya nostálgicas, en un escenario de poder y de muerte ya reactivo, ya superado en el momento mismo en que aparece en la historia. Eterno desfase en la aparición del Mesías, como dice Kafka. Eterna simulación interna del poder, que nunca es ya más que el signo de lo que era. La misma nostalgia y la misma simulación retro cuando se trata hoy de "micro" fascismos y de "micro" poderes. El operador "micro" no hace más que desmultiplicar sin resolver lo que ha podido ser el fascismo, y hacer de un escenario extremadamente complejo de simulación y de muerte, un "significante flotante" simplificado, "cuya función esencial es la denuncia" (Foucault). La invocación también, porque la evocación del fascismo (como la del poder) incluso bajo la forma micro, es aún la invocación nostálgica de lo político, de una verdad de lo político (...).[86]

Al margen de la propaganda política de movilización popular, a los ojos de determinados intelectuales -pero nunca como factor determinante en las intenciones reales del régimen- el fascismo habría abierto con su estética del poder una fisura oculta en el seno de la ideología moderna, a través de la cual podía hacerse presente la „verdad de lo político“, lo impensado y por ende una modernidad alternativa, un renacer griego que Baudrillard identifica aquí como lo retro y que en términos concretos se traduciría en una refundación de la autoridad. Esto vió Heidegger, sin duda erróneamente, en el primer nacionalsocialismo: un evento, una oportunidad en cuanto al surgimiento del ser, es decir, de la verdad en el sentido griego (pero, ¿cómo no errar, cuando todos los gobiernos democráticos habían reconocido al régimen de Hitler y la izquierda radical rechazaba la democracia „burguesa“ en nombre de una dictadura sanguinaria?). Mas no fue esa brecha, según pretenden Adorno y los suyos, la que provocó el genocidio judío, más bien ocurre que tal brecha es la que hace especialmente condenable, a los ojos de la corriente de sentido representada por los frankfurtianos, que se haya vertido sangre, porque, al parecer, dicho sacrificio no se ofrendó en el altar litúrgicamente correcto. Ahora bien, admitido que existe una relación interna entre la filosofía heideggeriana y la ideología „fascista“, hecho que aceptamos a título de mera hipótesis, el hilo argumental exigiría determinar las siguiente cuestión: ¿qué significado damos a la palabra "fascismo" cuando hablamos de Heidegger "y" el fascismo? Hasta aquí me he limitado a desarrollar una suerte de aporética de la versión frankfurtiana del tema; y aunque me inclino, como Derrida, a afirmar que en las circunstancias actuales no podemos conocer la verdad, tomaré como referencia provisional la interpretación filosófica de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy:

(...) el Estado total debe ser concebido como Estado-Sujeto (ese sujeto, se trate de la nación o de la humanidad, de la clase, de la raza o del partido, siendo o queriendo ser sujeto absoluto), de tal suerte que es, en última instancia, en la filosofía moderna o en la metafísica realizada del Sujeto donde la ideología encuentra a pesar de todo su caución verdadera: es decir, en ese pensamiento del ser (y/o del devenir, de la historia) en cuanto subjetividad presente a sí misma, soporte, fuente y fin de la representación, de la certidumbre y de la voluntad. (...) Habría que mostrar rigurosamente, en fin, que la lógica de la idea o del sujeto, que así se realiza, es para empezar, como se puede ver gracias a Hegel, la lógica del Terror (que sin embargo, en sí misma, no es propiamente fascista, ni totalitaria), y es a continuación, en su último desarrollo, el fascismo. La ideología del sujeto (lo que, quizás, no sea sino un pleonasmo), eso es el fascismo, valiendo la definición, por supuesto, para el día de hoy. [87]

El sujeto al que se refiere el texto se identifica también con la clase y el partido, es decir, con el totalitarismo marxista, y sin embargo se sigue hablando de fascismo. ¿Por qué? Porque en el fascismo alcanza el sujeto moderno su madurez, que es también su colapso, y da nombre retrospectivamente a todas las figuras que le han precedido (y que sin embargo, desde el punto de vista meramente cronológico, le sobreviven, y no por azar). Esta culminación no añade criminalidad al fascismo, sino que, antes bien, es el signo de su derrota y por ende de la insuperable -por invisible- capacidad destructiva de sus adversarios, lo que nos permite formular así nuestra conclusión: aquéllo que distingue el fascismo del resto de las formas de subjetividad moderna no es el crimen genocida, sino el elemento simbólico y de sentido donde precisamente esa subjetividad se quiebra. Dicho elemento permite fijar una conexión entre filosofía y fascismo y, al mismo tiempo, sostener, contra Marcuse, Adorno, etc., que la ontología fundamental carece de valor explicativo por lo que respecta a la génesis causal ideológica del holocausto, cuyas raíces hay que buscar en lo que el fascismo comparte con el resto de las subjetividades totales y que se opone, punto por punto, al pensamiento heideggeriano. A continuación, concluiremos señalando el lugar de confluencia entre las tradiciones filosóficas del sentido y de la validez que puede operar como revulsivo para una auténtica crítica de los proyectos genocidas, es decir, de la racionalidad veteromoderna y, por tanto, de una refundación de la izquierda rupturista.

La cuestión central planteada por Heidegger es que la verdad de la política, la, llamémosla así, politología, no será ya desde Maquiavelo una idea política y que este hecho explica el fracaso del fascismo en la medida en que, cuando menos estéticamente, pretendió fundarse en la verdad de lo político ("realismo heroico") o constituir lo político, la autoridad, en el seno de un fermento moderno. Ese intento se denomina "ciencia política" en cuanto correlato teórico del Estado totalitario. El supuesto filosófico de dicha fundación era el arte como sublimación del horror de existir en los términos del pensamiento de Schopenhauer/Nietzsche y de la música de Wagner. Ahora bien, la principal contradicción de la racionalidad instrumental política estriba en que toda racionalidad es, en cuanto tal, coextensiva a la verdad, pero, por otra parte, el ejercicio de la racionalidad instrumental política excluye el reconocimiento comunicativo de la verdad de lo político. Por el contrario, la política se fundamenta en la gestión estratégica de la información, en su ocultación y falsificación, en la opacidad sistemática que, en cuanto requisito de la maximización del poder, define la técnica rutinaria de la dominación pública. Dicho brevemente, en la política existe una razón respecto de la cual la relación entre validez y verdad se invierte a fin de ser coherente con sus propias exigencias de despliegue y acumulación del bien básico al que „el príncipe“ (Maquiavelo) estratégicamente se endereza: el poder. En los períodos bélicos, el Estado-Sujeto puede permitirse el lujo de quitarse la máscara, por decirlo así, y mostrar sin ninguna clase de pudor su espantosa maquinaria interna de manipulación, amparado en la coartada de la victoria sobre un enemigo más o menos "inhumano." De ahí que el poder pondere situaciones de conflicto en las que cabe operar con menor coste simbólico y mayor brutalidad. Este imperativo técnico de mendacidad -una mentira racional- define entonces su verdad que, por lo tanto, cae fuera del plano de la política, es decir, del funcionamiento de las instituciones, quedando reservada en nuestro "hoy" para la ciencia politológica. A su vez, ésta se convierte en cuanto "verdad teórica de lo político" en fuente intelectual permanente del „fascismo“ solapado de los políticos, esa "miseria de los días por venir" de la que habló Orwell en la famosa novela "1984". Nuestra realidad presente, nuestro hoy, sigue siendo el (anti)fascismo, un hecho tantas veces repetido en la teoría cuantas ignorado a efectos de la política ejecutiva, como si nuestra sociedad funcionara a modo de una mente esquizofrénica. Aquéllo que la politología sostiene respecto de la política y nutre los libros de texto del universitario, será así públicamente convertido en silencio por los operadores administrativos y de partido. La ciencia qua verdad deslegitima el poder, el cual, a su vez, ignora la ciencia de la política en el mismo momento en que hace uso de la información que aquélla le proporciona en calidad de saber técnico. El resultado de esta contraposición entre verdad y razón, o de hermanamiento entre razón y mentira, que emana de la ciencia moderna en cuanto elemento de la Gestell tecnológica abocada a usos instrumentales (sin que pueda afirmarse que la Gestell como tal sea un instrumento, puesto que fija nuestro horizonte de posibilidades utilitarias), es el punto de partida de la crítica heideggeriana de la „razón“ y va mucho más allá de lo que se reduciría a un simple falseamiento de los hechos, pues en las ciencias historiográficas afecta a lo que podríamos denominar la constitución trascendental del hecho en tanto que „rendimiento teórico“ de las orientaciones políticas del historiador. De ahí que Adorno pudiera afirmar: "el reconocimiento de las categorías que dominan la vida social contiene a la vez la condena de esa vida social." [88] La política del (anti)fascismo evita así comparecer y totalizarse a sí misma. No puede hacerlo sin estallar como una pompa de jabón, visto que el poder, en cuanto mera constelación de relaciones entre los ciudadanos percibida por éstos como substancia (independiente de ellos mismos), encarna el fetiche por antonomasia, el „simulacro“ (Baudrillard). No existe, por ende, una política politicista, sustentada en una suerte de autofundamentación científica y a la par mítica (un „saber del mito“ a efectos instrumentales), como pretendieron los nazis con su "ciencia política". Se trata de una cuestión que sólo podría ser aclarada de forma exhaustiva desde la pragmática del lenguaje, pero que pudo observarse ya en el uso de las cámaras de gas: la racionalidad estratégica exigía a los funcionarios del Konzentrationslager que convencieran a las víctimas de que iban a ser despiojadas, de que se trabajaba en definitiva en provecho de los internos del campo, de su salud, etcétera. El fascismo ideológico en cuanto elemento diferencial, es decir, en cuanto cultura trágica y estética del poder, era inocuo y hasta políticamente suicida, y sólo dejaba de serlo cuando apelaba al bienestar de las masas, es decir, en el momento en que hacía política progresista incluso en las propias terminales del exterminio. Los fascistas confundieron la autosuficiencia del poder político -y, en definitiva, de la política- con la refundación de lo político, la autoridad premoderna, planteamiento que se detecta expresamente en Heidegger -y únicamente en él- pero que fraudulentamente se intenta identificar con el fascismo como factor desencadenante del holocausto. Sólo a partir de un discurso estructuralmente mendaz que niega el poder en cuanto tal, el poder llega a existir en las sociedades modernas, léase: basadas en el discurso entorno a la soberanía popular. Y ese discurso se reproduce, en nuestra larga posguerra, como "cultura antifascista":

Razón general y táctica que parece evidente: el poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos. ¿Sería aceptado el poder si fuera enteramente cínico? Para el poder, el secreto no pertenece al orden del abuso; es indispensable para su funcionamiento.[89]

El fascismo, precisamente en la medida en que pretendía corporeizar la verdad del poder político y no sólo ejercer la supuesta mera gestión gubernamental a manos de quienes dicen amarnos, colapsó desde su centro mismo la funcionalidad simbólica de la razón instrumental y convocó entorno suyo una alianza de poderes asociados por un sólo elemento común: la exigencia de perpetuar el poder de la política en cuanto tal, aspiración que el fascismo qua poder amenazaba precisamente en tanto que esteticista autoafirmación pura de sí mismo. Existe una relación directa entre el carácter aversivo de la verdad originaria, ontológica, y la naturaleza huidiza del poder: en realidad estamos ante dos aspectos de la misma cuestión, que los presocráticos experimentaron al hablar de la arjé (fundamento y gobierno) y de la necesidad de arrancar del ocultamiento (aletheia) el imperar del ente (physis). Así, el poder es siempre, en última instancia, la muerte. En tanto que desocultado en el logos, el poder ingresa en el Dasein como verdad del ser, como autoridad, de manera que cabe fijar una correspondencia entre el quehacer de la filosofía y la fundamentación del poder en la ley:

El hombre, en tanto que existe como hombre, siempre se ha pronunciado ya sobre la physis, sobre el conjunto imperante al que él mismo pertenece, y concretamente no sólo merced a que y porque él hable explícitamente sobre las cosas, sino que existir como hombre significa ya pronunciar lo que impera. Se pronuncia el imperar de lo ente imperante, es decir, su orden y su precepto, la ley de lo ente mismo. (...) En el logos se desencubre el imperar de lo existente, se hace manifiesto. Para estos niveles elementalmente originales del pensamiento, lo que se hace manifiesto es el propio logos: él está en el propio imperar. Pero si éste último es arrancado al ocultamiento en el logos, entonces, en cierta manera, tiene que tratar de ocultarse a sí mismo.[90]

A la inversa, en tanto que ocultado, el poder niega la verdad y la muerte, se niega a sí mismo precisamente para insistir en sí mismo como mero poder óntico (racionalidad instrumental). El fascismo representa el histórico y lógico „momento“ rapsódico en que el poder se muestra en cuanto tal -como verdad de la muerte- sin llegar empero a ingresar en el logos ni a constituirse en una autoridad, sólo para generar el (anti)fascismo, intrínsecamente ligado a él en cuanto momento simétrico de ocultación que posibilita al poder perpetuarse como mero poder óntico en esa „negación del poder“ absoluta que representa el imaginario simbólico del mito de „Auschwitz“.

Por otro lado, y siguiendo con la interpretación de lo que sería una hipotética postura "heideggeriana" respecto del fascismo y de la política, que aquí hemos de limitarnos a esbozar, no aceptamos que el poder devenga simplemente algo inexistente, como pretendía Baudrillard, sino que con Foucault sostenemos que la invisibilidad del poder moderno -frente a su teatralización, que el fascismo lleva precisamente a escena en cuanto mero sucedáneo del logos- es la condición de su ser, ese puro haz de relaciones anudadas por el consentimiento/temor de los ciudadanos. Y dicha invisibilidad simbólica del poder en la política equivale también a la invisibilidad de los genocidios progresistas, apuntada más arriba. El poder moderno es tanto menos funcional cuanto más visible, de suerte que el diagnóstico baudrillardiano de la muerte del poder -en realidad, de su extrema difuminación contemporánea, o lo que es lo mismo, de la constante, machacona y desvergonzada visibilidad propagandística de Auschwitz- significa la exoneración pura y simple de la política, cuyas fechorías, frente al mal absoluto encarnado por la autoridad, serán siempre relativas y en último término imputables a residuos "fascistas". Por lo mismo, habrá que re-escenificar constantemente el fascismo histórico, cuya existencia post mortem es necesaria a tales efectos, promoviendo una amplia gama de ilegalismos de ultraderecha junto a una cultura de la transgresión institucionalizada y oficial que, como una tela de araña, atraiga a los correspondientes desviados sociales y aproveche el efecto sociológico de profecía autocumplida, mientras simultáneamente, desde el antifascismo „vocacional“, se denuncian los obvios mecanismos de estigmatización y etiquetaje social de los criminales excepto en el caso de los „fascistas“. La filosofía de Heidegger contiene los elementos de una potencial crítica ilustrada al discurso y las trampas permanentes del poder precisamente en tanto que vincula verdad y muerte y no, como pretenden los políticos modernos, verdad y cuerpo/placer, racionalidad y realización de la felicidad colectiva, fundamento y coartada de todos los genocidios y crímenes de Estado en el primer siglo de las masas. La relación de Heidegger con el fascismo, cuya maldad absoluta, al margen de los innegables y monstruosos crímenes reales cometidos, consiste en haber representado la verdad del poder y, consiguientemente, haber sido derrotado -pues de lo contrario nuestra percepción de Kolymá ocuparía el lugar que actualmente monopoliza Auschwitz y nadie podría argüir que Hitler estaba mintiendo- es una prueba adicional en favor de este planteamiento, porque el pensamiento crítico -léase: el discurso de "la verdad"- sólo puede proceder, por definición, del lado de los vencidos, en el que no en vano se encuentra Heidegger.
La confluencia de sentido y validez como punto de partida de una nueva ilustración del siglo XXI nos la ha sugerido Jan Patocka en su profunda reflexión sobre la experiencia del frente en la primera Guerra Mundial, verdadera experiencia ejemplar de "Ser y tiempo" que ahora nos muestra su virtualidad crítica:

(...) la experiencia profunda del frente con su línea de fuego reside en esto, en que evoca la noche como una presencia imperiosa que no puede pasarse por alto. La paz y la luz sólo pueden reinar enviando a hombres a la muerte a fin de asegurar a otros un porvenir en aras del progreso, un desarrollo lento y continuo, posibilidades hoy día inexistentes. En contrapartida, se exige de aquellos a quienes se sacrifica que mantengan el tipo frente a la muerte. Es decir, se sabe oscuramente que la vida no lo es todo, que puede renunciar a sí misma. Y es precisamente esta renuncia, este sacrificio, lo que se exige. Se exige como algo relativo, referente a la paz y a la luz. Y sin embargo, la experiencia del frente es una experiencia absoluta. [91]

Esta experiencia absoluta de la finitud que en la obra de Heidegger queda plasmada como Sein-zum-Tode, liquida de un plumazo la entera tradición moderna del sujeto y permite colocar a la ciencia sobre sus propios pies. Estamos instalados en el orden de fenómenos y valores inherentes a la existencia humana y, por ende, al quehacer científico, en abierto desafío a aquéllos otros que le vienen impuestos por las exigencias del mundo de la luz vehiculadas a través de la herencia religiosa judeocristiana y del putrefacto mundo de la política burguesa (=la mentira). Semejante planteamiento supone una refundación del proyecto ilustrado, el cual ya no opta por la felicidad como valor y criterio último de validez ética, sino por la verdad en tanto que incompatible con la opción anterior, es decir, en tanto que inseparable de la experiencia de la muerte. Cuestión crucial es si esa herencia trágica de sentido puede articularse en términos de ciencia, lenguaje racional e institución académica, pues de ello depende el encaje de la verdad en el seno de la sociedad democrática. La ruptura entre sentido (la muerte) y validez (la verdad: el logos) es la causa del desastre de la modernidad: su reconciliación representará el requisito y la única garantía de que el gigantesco potencial semántico que subyace al fenómeno de la muerte/fascismo (actualmente sólo expresado de forma tortuosa a través del cine y de la literatura) no opere al margen y en contra del proyecto ilustrado y de la democracia y de que las instituciones emanadas de la razón -Estado, tecnología, economía- no se identifiquen con la utopía (=negación de la muerte), factor determinante del exterminio. En definitiva, que sólo una racionalidad trágica puede inmunizarnos contra un nuevo genocidio cuya potencialidad permanece latente en el imaginario simbólico de los vencedores, es decir, de los "antifascistas", es lo que pretendemos sugerir aquí. Todo discurso o praxis que se pretenda de izquierdas pero renuncie a plantear las cuestiones señaladas, apelando a la contorsión profética habitual como propuesta de sentido, no representa otra cosa que la complicidad, desvergonzada o inconsciente, con la extrema derecha sionista que, desde Hollywood, gestiona en su provecho los valores simbólicos del mundo occidental.

Jaume Farrerons
"Nihil Obstat", núm. 11, verano 2008

Notas
[1]Lilla, M., "Pensadores temerarios. Los intelectuales y la política", Barcelona, Debate, 2004, pág. 144. Edición original inglesa de 2001: "Hacia el 4 de noviembre de 1956, la naturaleza de la filosofía francesa cambió. Al menos este es el modo en que se cuenta la historia. En el decenio que siguió a la Liberación, la presencia hegemónica en la filosofía francesa fue Jean-Paul Sartre y la cuestión dominante fue el comunismo. "El ser y la nada" (1943) le valió la reputación de existencialista durante la ocupación nazi, y su célebre conferencia de 1945, "El existencialismo es un humanismo", ofreció un humanismo asertivo a una extensa audiencia europea al terminar la guerra. Pero pocos años después de haberse pronunciado en favor de la absoluta libertad humana, Sartre se convirtió en un obediente compañero de viaje. En su infame "Los comunistas y la paz", que comenzó a ser publicado por entregas a partir de 1952, no tomó en consideración las informaciones acerca del gulag y, tras un viaje a la Unión Soviética en 1954, declaró en una entrevista: "En la URSS la libertad de crítica es total"" (págs. 143-144).
[2]"Uno de los principales hilos conductores, ciertamente, está vinculado a la cuestión del "sentido". Pero ese hilo se revela conductor en la medida en que se teje con otros motivos autónomos que lo dislocan. Entre ellos, quisiéramos destacar dos. El primero de ellos impulsa a un movimiento opuesto: se trata de la quaestio iuris ilustrada, de la pregunta por la validez del conocimiento y por la normatividad crítica", Sáez Rueda, L., "Movimientos filosóficos actuales", Madrid, Trotta, 2001, pág. 18.
[3] Leyenda que se remonta, como poco, al año 1954, con la obra de György Lukács "Die Zerstörung der Vernunft", Gesammelte Werke, tomo VI. El panfleto de 1947 publicado en francés bajo el título "Existentialisme ou marxisme" anticipa las imputaciones de "irracionalismo" lanzadas sobre la fenomenología, el existencialismo y la hermenéutica por parte de gentes que nunca han condenado el totalitarismo comunista e incluso, como en el caso de Lukács, han trabajado a su servicio. Con apenas unas pocas variaciones, Víctor Farias emite juicios análogos a los de Lukács en "Heidegger et le nazisme", París, 1987. Pero no es extraño encontrar el mismo tipo de discurso en pensadores de la talla de Adorno.
[4] Lukács, G., "La crisis de la filosofía burguesa", Buenos Aires, La Pléyade, 1975, págs. 40 y 44.
[5]Lukács, G., op. cit., pág. 45. Subrayado mío, Jaime Farrerons.
[6] Adorno, Th., "Minima moralia", Caracas, Monte Avila, 1975, pág. 265 (edición original de 1951), citado por Cortina, A., "Crítica y utopía: la Escuela de Francfort", Madrid, Cincel, 1985, pág. 39. En la edición de Taurus, Madrid, 1987, corresponde a la pág. 250, es decir, al último aforismo de la obra (núm. 153), que concluye con una sorprendente afirmación: "Pero frente a la exigencia que de este modo se impone, la pregunta por la realidad o la irrealidad de la redención misma resulta poco menos que indiferente". La Escuela de Frankfurt prosigue, hasta Habermas, la cruzada contra Heidegger, recordemos obras de Adorno "Jargon der Eigentlichkeit", Frankfurt, 1962-1964 (trad. española "La ideología como lenguaje. La jerga de la autenticidad", Taurus, Madrid, 1971). Sobre la postura de Habermas frente a Heidegger, véase mi trabajo inédito de posgrado Farrerons, J., "Filosofía e ideología en la interpretación habermasiana de Heidegger (I)" (1994), capítulo primero del presente estudio.
[7] Habermas, J., "Perfiles filosófico-políticos", Madrid, Taurus, 1984, pág. 56 (citado por Cortina, A., op. cit., pág. 38). Conviene subrayar que la propia Adela Cortina admite la influencia de Lukács en el nacimiento de la escuela de Francfort: "la prehistoria filosófica de la Escuela, que tiene sus hitos fundamentales en Schopenhauer, Hegel, Marx, Freud, Lukács, y hoy también Kant" (op. cit., pág. 41). Curiosamente, hemos observado que Lukács consideraba a Schopenhauer, filósofo de la compasión, un autor prefascista.
[8] Ling, T., "Las grandes religiones de oriente y occidente", Madrid, Itsmo, 1972, Tomo I, pág. 46, edición inglesa original Macmillan and Co., 1968.
[9] Mèlich, J.-C., "Totalitarismo y fecundidad. La filosofía frente a Auschwitz", Barcelona, Anthropos, 1998, págs. 29 y 34.
[10] Levinas, E., "El tiempo y el otro", Barcelona, Paidós, 1993, pág. 137. En alemán, der Mond (la luna) es masculino y die Sonne (el sol) femenino; no se trata de una anécdota gramatical: entre las culturas indogermánicas, la mujer no es valorada como un ser inferior, lo muchas veces sí sucede en el seno de los monoteísmos semíticos. Estamos ante evidencias de manual de antropología, pero a juicio del pensamiento de la memoria, los datos deben hincar la rodillla, con respetuoso silencio, ante los imperativos de lo políticamente correcto.
[11]Cfr. Heidegger, M., "Beiträge zur Philosophie", GA Band 65, Frankfurt, 1989.
[12] Cfr. Janicaud, D., "Heidegger en France" (dos tomos), París, Albin Michel, 2001.
[13]Y no una pura racionalidad instrumental, que no se detecta por ningún lado, pese a las afirmaciones de la Escuela de Francfort, en el mundo capitalista, de lo que se desprende que Adorno nos propone como receta, a saber, una racionalidad limitada por la exigencia de felicidad y salvación, aquello que precisamente ya existe.
[14]Cfr. en este sentido las obra clásicas sobre el tema, "Eros and Civilization. A philoshophical inquiry into Freud" (1953), de Marcuse, H., "L'Anti-OEdipe. Capitalisme et schizophrénie" (1972), de Deleuze, G. y Guattari, F. y la "Histoire de la sexualité" (1976) de Foucault, M., donde, pese al debate escolástico y a los bizantinismos sobre los grados de trasgresión alcanzados y las acusaciones sucesivas de no haber transgredido lo suficente y permenecer presos de esquemas logocéntricos, represivos, etcétera, el marco siempre incuestionado es el de la "cultura del deseo" institucionalizado por la sociedad de consumo occidental. En definitiva, no se va mucho más allá de "La función del orgasmo. El descubrimiento del orgón" y "La revolución sexual", de Reich, W.
[15] Mayorga, J., "Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin", Barcelona, Anthropos, 2003, pág. 131 y ss.: "El trabajador fascista; la peor pesadilla de Walter Benjamin".
[16] Nolte, E., "Nietzsche y el nietzscheanismo", Madrid, Alianza, 1995, pág. 17. Versión alemana original, "Nietzsche un der Nietzscheanismus", Frankfurt, 1990.
[17] Fink, E., "La filosofía de Nietzsche", Madrid, Alianza, 4ª edición, 1981, pág. 17.
[18] Fink, E., op. cit., pág. 17.
[19] Nietzsche, F., "Also sprach Zarathustra" (1883), trad. española de Andrés sánchez Pascual, "Así habló Zaratustra", Madrid, Alianza, 11ª ed., 1983, pág. 39.
[20] Nietzsche, F., op. cit., "Prólogo de Zaratustra", págs. 39-40.
[21] Cortina, A., op. cit., pág. 148.
[22] Op. cit., pág. 87.
[23] Op. cit., pág. 146.
[24] Adorno, Th. "Dialéctica negativa", op. cit., pág. 368.
[25] "Yo amo a los que para hundirse en su ocaso y sacrificarse, no buscan una razón detrás de las estrellas, sino que se ofrecen a la tierra para que ésta pertenezca algún día al Übermensch", Nietzsche, F., op. cit., pág. 36
[26] Cortina, A., op. cit., pág 144.
[27] Cfr. Habermas, Jürgen, "El discurso filosófico de la modernidad", Madrid, Taurus, 1989 (vid. especialmente las lecciones 7 y 9). Versión original "Der Philosophische Diskurs der Moderne", Frankfurt, 1985.
[28] Como bien saben, por otra parte, las niñas de Tailandia.
[29] Cfr. Wittgenstein, L.: "Se nota la solución del problema de la vida en la desaparición de este problema" (6.521), "De lo que no se puede hablar, mejor callar" (7), "Tractatus Logico-Philosophicus" (1921).
[30] Wittgenstein, L., op. cit., aforismos 6.44 y 6.45.
[31] Adorno, Th., "Dialéctica Negativa", Madrid, Taurus, 1975, pág. 365 (edición original "Negative Dialektik", Frankfurt, 1966).
[32] Adorno, Th., "Probleme der Moralphilosophie", Nachgelassene Schriften, Suhrkamp, Frankfurt, 1996, pág. 261, citado por Tafalla, Marta, op. cit., pág. 59.
[33] A. Arosev, propagandista soviético, citado por Heller, M. "La machine et les rouages. La formation de l'homme soviétique", Calmann-Lévy, 1985, citado a su vez por De Benoist, A., "Comunismo y nazismo. 25 reflexiones sobre el totalitarismo en el siglo XX (1917-1989)", Barcelona, Altera, 2004, pág. 44.
[34] Cfr. sobre los crímenes contra la humanidad perpetrados por los regímenes marxistas, "El libro negro del comunismo. Crímenes, terror, represión", Courtois, S. et alii, Madrid/Barcelona, Planeta/Calpe, 1998 (versión original en francés, París, Lafont, 1997).
[35] Krasnyi Metch („La daga roja“), órgano de la cheka, agosto de 1919, citado por De Benoist, Alain, op. cit., pág. 45.
[36] Bien entendido que „comprender“ no significa aquí justificar, sino que remite al concepto del binomio compresión/explicación en la metodología de las ciencias humanas.
[37] Mèlich, J.-C., "Totalitarismo y fecundidad. La filosofía frente a Auschwitz", Barcelona, Anthropos, 1998, pág. 65.
[38] Cfr. Baer, A., "Holocausto, recuerdo y representación", Madrid, Losada, 2006, págs. 216 y ss.
[39] Finkelstein, N. G., "La industria del Holocausto. Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío", Madrid, Siglo XXI, 2002, pág. 8.
[40] Sobre todas estas cuestiones nos remitimos a la versión de los hechos expuesta por Hannah Arendt, discípula judeoalemana de Heidegger, en "Eichmann en Jerusalen" (edición original de 1963 y "Los orígenes del totalitarismo" (1951-1968).
[41] Foucault, M., "Genealogía del racismo. De la guerra de razas al racismo de Estado", Madrid, La Piqueta, 1992, págs. 270-271.
[42] Finkelstein, N. G., "La industria del holocausto. Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío", Madrid, Siglo XXI, 2002, pág. 47. Versión inglesa de 2000.
[43] Finkelstein, N. G., op. cit, pág. 47.
[44] Finkelstein, N. G., op. cit., pág. 51.
[45] Finkelstein, N. G., op. cit., pág. 51.
[46] Glover, J., "Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo XX", Madrid, Cátedra, pág. 431. Cita de Adolf Hitler, Hitler Speaks (Hitler dijo).
[47] Marx, K., "Crítica del programa de Gotha", versión española revisada y ajustada a la edición rusa de 1953, Madrid, Ricardo Aguilera Editor, 1968, pág. 42. El texto original de Marx en alemán es del año 1875.
[48] Marx, K., op. cit., pág. 22, citado en Golver, Jonatha, op. cit., pág. 351 (con referencia a la pág 17 d ela versión inglesa, en el texto hemos transcrito la versión de Glover).
[49] Zinóviev, G., „Severnaya Kommuna“, núm. 109, 19 de septiembre de 1918, pág. 2, citado en Vidal, César, "Checas de Madrid", Madrid, Belaqua, 2003, pág. 281.
[50] De Benoist, A., op. cit., pág. 41.
[51] Courtois, S. et alii, " El libro negro del comunismo", op. cit., pág. 838.
[52] Courtois, S., op. cit., pág. 839.
[53] Marcuse, H., "La ideología de la muerte", en "Ensayos sobre política y cultura", Barcelona, Ariel, 1970, pág. 188.
[54] Marcuse, H., op. cit., pág. 192.
[55] Mèlich, J.C., op. cit., pág. 66-74.
[56] Bauman, Z., op. cit., pág. XV.
[57] Bauman, Z., op. cit., pág. XI.
[58] "los derechos del individuo eran un sinsentido irrelevante, y en cuanto a nosotros nunca nos hemos interesado por la prédica kantiano-clerical y cuáquero vegetariana sobre el carácter sagrado de la vida humana", Trotsky, L., "Defensa del Terrorismo", pág. 60, cit. en Kolakowsky, L., "Las principales corrientes del marxismo", tomo II, Alianza, Madrid, 1982, pág. 498, versión original en polaco "Glöwne Nurty Marksizmu" (1976-1978).
[59] Hilberg, R., "La destrucción de los judíos europeos", Madrid, Akal, 2005, pág. 226. Edición original en inglés del año 1961.
[60] Citado por Lusurdo, D., "La comunidad, la muerte, occidente. Heidegger y la "ideología de la guerra"", Madrid, Losada, 2003, pág. 24, ed. italiana original, 1991.
[61] Friedrich, J., "El incendio. Alemania bajo los bombardeos (1940-1945)", Madrid, Taurus, 2003, pág. 78.
[62] Nolte, E., "La guerra civil europea, 1917-1945. Nacionalsocialismo y bolchevismo", México, FCE, 2001. págs. 9-33.
[63] Como hemos dicho, un antecedente, a cuenta también de los ingleses contra los alemanes, fue el bloqueo naval británico de Alemania durante la primera Guerra Mundial, que se prolongó más allá del final de la contienda provocando una hambruna que segó la vida de más de 400.000 civiles, buena parte de ellos niños. Vid.; Glover, J., "Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo XX", Madrid, Cátedra, 1999, págs. 96-101.
[64] Friedrich, J., op. cit, págs. 13-28.
[65] Sebald, W. G., „Sobre la historia natural de la destrucción“, Barcelona, Anagrama, 2003, pág. 111.
[66] Friedrich, J., „El incendio. Alemania bajo los bombardeos (1940-1945)“, op. cit., pág. 104.
[67] Bauman, Z., op. cit., págs. 143-144.
[68] Goldhagen, D., "Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto", Madrid, Taurus, 4ª edición, 2003, págs. 29-39.
[69] Goldhagen, D., op. cit., pág. 479.
[70] Bauman, Z., op. cit., pág. 43.
[71] Friedrich., J., op. cit., pág. 108.
[72] Deleuze, G., "Foucault", París, Éd. De Minuit, 1986, pág. 49.
[73] Bauman, Z., op. cit., pág. XI.
[74] Bauman, Z., op. cit., págs. 209-210.
[75] Adorno, Th. , "Stichworten", „Gesammelte Schriften“, tomo 10, Frankfurt, 1970-1986, pág. 674 (edición española, "Consignas", Buenos Aires, Amorrortu, 1973, pág. 80, citado por Tafalla, M., Theodor W. Adorno. "Una filosofía de la memoria", Barcelona, Herder, 2003, pág. 60).
[76] Derrida, J., "La filosofía como institución", Barcelona, J. Granica, 1984, pág. 83.
[77] Adorno, Th., "Dialéctica Negativa", op. cit., pág. 367.
[78] Cfr. Sáez Rueda, L., op. cit., en cuyo índice temático no aparece la palabra "muerte" pese a ocupar el lugar central de la obra más importante de Heidegger, "Sein und Zeit" (1927).
[79] Sternhell, Z., "El nacimiento de la ideología fascista", Siglo XXI, Madrid, 1994, pág. 9 (primera edición francesa, París, Fayard, 1989). Subrayado mío, J.F.
[80] Informe de Ernst Jaensch a las autoridades alemanas, cfr. Ott, H., "Martin Heidegger", Alianza, Madrid, 1992, pág. 271. Edición original alemana, Frankfurt, 1988.
[81] Arendt, H., "Organized Guilt und Universal Responsability", citado en Wolin, Richard, "Los hijos de Heidegger", Madrid, Cátedra, pág. 101.
[82] Más o menos el mismo que en las prisiones de los denominados estados democráticos de nuestro entorno cultural „civilizado“.
[83] Weizenbaum, J., "Computer Power and Human Reason: From Judgement to Calculation", San Francisco, Freeman, 1976, pág. 256.
[84] Heidegger, M., "Entrevista del Spiegel", in "La autoafirmación de la Universidad alemana. El rectorado, 1933-1934. Entrevista del Spiegel", Madrid, Tecnos, 1989, pág. 55.
[85] Heidegger, M., "Entrevista...", op. cit., pág. 78.
[86] Baudrillard, J., "Olvidar a Foucault", Valencia, Pre-Textos, 1978, págs. 92-94.
[87] Lacoue-Labarthe, Ph., Nancy, J.-L., "El mito nazi", Barcelona, Anthropos, 2002, págs. 21-22.
[88] Horkheimer, M., "Kritische Theorie", II, pág. 157, citado por Hernández-Pacheco, J., "Los límites de la razón. Estudios de filosofía alemana contemporánea", Madrid, Tecnos, 1992, pág. 20.
[89] Foucault, M., „Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber“, México, Siglo XXI, 1987, pág. 105.
[90] Heidegger, M., „Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad“, Madrid, Alianza, 2007, págs. 52-53. GA 29/30, pp. 39-40: „Der Mensch hat sich, sofern er als Mensch existiert, immer schon über die physis, über das waltende Ganza, dazu er selbst gehört, und zwar nicht erst dadurch und darum, dass er eigens über die Dinge redet, sondern Existieren als Mensch heisst schon: das Waltende zum Ausspruch bringen. Zum Ausspruch wird gebracht das Walten des waltenden Seienden, d. h. seine Ordnung und Satzung, das Gesetz des Seienden selbst. (...) Im logos wird das Walten des Seienden entborgen, offenbar. Für diese elementar ursprünglichen Stufen des Denkens ist es der logos selbst, was offenbar wird; er ist im Walten selbst. Wenn dieses aber im logos Verborgenheit entrissen wird, dann muss es selbst gleichsam sich zu verbergen suchen.“
[91] Patocka, J., "Las guerras del siglo XX y el siglo XX en cuanto guerra", en "Ensayos heréticos sobre la filosofía de la historia", Península, Barcelona, 1988, pág. 154.

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