viernes, septiembre 30, 2011

Manifiesto por una Izquierda Nacional



A continuación enlazamos el texto completo del Manifiesto por una Izquierda Nacional para que quienes quieran comentarlo en su conjunto no tengan a subir y bajar constantemente a lo largo de sus cincuenta y tantas páginas:



http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com/2011/10/manifiesto-por-una-izquierda-nacional.html

 
Los Comentarios al Manifiesto constituirán un texto suplementario que intentará explicar y ampliar unos conceptos que, en el propio corpus del Manifiesto, sólo pueden desarrollarse de manera harto sumaria, a riesgo, en caso contrario, de convertir el Manifiesto en un ensayo.
 
El Manifiesto por una Izquierda Nacional es un texto de referencia de la IZQUIERDA NACIONAL DE LOS TRABAJADORES pero no ha sido asumido oficialmente por la organización, antes bien, sigue abierto a las aportaciones y es posible que nunca llegue a erigirse en documento interno de la INTRA. El motivo es que pretende limitarse a ayudar a enmarcar la problemática de la que surge el proyecto de izquierda nacional en Europa y resultar útil como horizonte de contextualización general para cualquier partido que comparta dicha sensibilidad o composición de lugar nacional-revolucionaria (social-patriótica de izquierdas no marxista) en el abordamiento radical de los problemas políticos del presente.

En todo caso, el tiempo dirá cuál es el destino final del escrito de marras. En estos momentos se están introduciendo importantes cambios de redactado que dejarán la versión actual obsoleta en poco tiempo. En su momento, informaremos sobre las novedades, si bien no se descarta que el texto definitivo se publique en forma de libro, del que el actual documento sólo será un mero embrión o borrador. Esperamos tus opiniones para introducirlas y si quieres que conste tu nombre. 


 

miércoles, septiembre 28, 2011

Manifiesto por una Izquierda Nacional (III)

La muerte es la verdad de la existencia.
(Martin Heidegger)
Continuación y III Parte de:


Izquierda burguesa e izquierda nacional


La temática de la izquierda nacional desborda una mera crítica a la actual política de inmigración que sólo pretendiera apuntalar el denominado “estado de bienestar” socialdemócrata en bancarrota convirtiendo a los inmigrantes en chivos expiatorios de los empleados autóctonos arruinados. Abandonamos esta inmunda tarea demagógica a la extrema derecha que pretende pescar actualmente en el río revuelto de la crisis económica. Por su parte, la izquierda nacional de los trabajadores aspira a instituir una alternativa de valores a la sociedad de consumo burguesa; de ahí su hostilidad a la globalización, un fenómeno que no se limita a la esfera económica y del que la política de “libre” circulación de mano de obra, verdadero desencadenante de la inmigración masiva y descontrolada, es sólo una consecuencia, aunque de enorme calibre. No se puede pretender, desde la izquierda, abandonar a su suerte a los trabajadores de la nación tildando de racismo y xenofobia la defensa de las legítimas reivindicaciones populares, pero tampoco cabe cuestionar este comercio con la “fuerza de trabajo” y el fomento del multiculturalismo, para luego dejar todo lo demás tal como estaba antes de la llegada de los inmigrantes.


Por otro lado, si se trata de amparar alguna identidad, habrá que ver de qué identidad estamos hablando, porque, para escándalo de los identitarios etnicistas y religiosos de derecha, la única identidad defendible desde la izquierda es la europea entendida como “cultura de la racionalidad” que hace posible el socialismo; el cual, por cierto, y ahora para escándalo de los izquierdistas internacionalistas, se ha dado en occidente, pero jamás motu proprio en otras civilizaciones. En este sentido, toda izquierda legítima sería nacional, lo sepa o no, lo quiera o no, porque sólo en un determinado marco histórico y cultural surgiría la posibilidad misma del izquierdismo en cuanto proceso de ruptura política enderezada a una creciente racionalización social.


Ahora bien, dicha transformación no culmina en “paraíso” alguno, pues, en primer lugar, trátase de un proceso sin término: el imperativo de racionalidad constituye una idea reguladora que no se confunde con la concepción religiosa secularizada de un “reino de Dios” en la tierra. Tanta sangre se ha cobrado este delirio profético bajo las dictaduras comunistas, que la izquierda nacional de los trabajadores no puede sino arrojarlo al “basurero de la historia”. En efecto, el comunismo, a causa de sus crímenes, es irrecuperable, al igual que el fascismo. No hay, por tanto, acuerdo posible con los marxistas-leninistas ortodoxos, creyentes, en definitiva, de una mera fe. La razón genera el concepto de una crítica filosófica (históricamente, griega), pero en dicha noción ya está incluido el rechazo por principio de todo lo relacionado con una utopía profética (históricamente, hebrea). La mezcolanza interesada entre uno y otro sentido de “progreso” -el utópico-profético y el crítico-racional- es la causa de todos los desastres de la izquierda y, por ende, del colapso axiológico de la civilización occidental.


Un socialismo auténtico jamás “prometerá” la “felicidad del mayor número” o el “paraíso social”, epítome de la demagogia de los charlatanes de feria políticos (herederos aquí de los sacerdotes), sino que se "comprometerá" a instituir la genuina isonomía helénica, es decir, la posibilidad igualitaria, para todos los ciudadanos, sin excepción, de acceder a la autonomía ética racional, la cultura superior y el conocimiento científico en un contexto social de libertad y de diálogo fundamentado (con pretensiones de validez) en la asamblea de ciudadanos.


La izquierda nacional de los trabajadores inspírase así en el ideal democrático de la polis ateniense, no en el ideal teológico judío (y cristiano o musulmán) que se arrodilla, postrada la testa, ante los santos lugares de Jerusalén. Proponemos, en suma, una ruptura radical con respecto al pasado; tan profunda, que debe devolvernos desde el punto de vista ontológico al inicio de la civilización occidental (Heidegger) y permitirnos rectificar en su raíz el camino torcido emprendido por Platón. Frente al comunismo, el anarquismo, la socialdemocracia o el liberalismo, el tipo de comunidad popular orgánica que la izquierda nacional promueve es la derivada del ser (no del poseer), y se concreta en el precepto de dignidad de la persona, del ciudadano y del trabajador, por este orden, con la verdad racional como valor supremo.


La vinculación de los bienes materiales de consumo con signos de estatus, superioridad humana y jerarquía social no es un hecho incuestionable, sino el resultado de determinados procesos de socialización típicamente burgueses; como tal, dicha “asociación mental” (riqueza=valor humano) existe sólo de hecho, pero puede ser suprimida por la educación obligatoria de un estado democrático y nacional que inculque valores éticos de sinceridad, objetividad y veracidad, los cuales entrañan a su vez la práctica de la comunicación lógicamente argumentada y del conocimiento científico. Así, de la misma manera que en las sociedades actuales el dogma nefasto de la adquisición egolátrica, fruto del “individualismo posesivo”, no deja de promoverse e incrustarse en la mente de los niños, y luego de los “consumidores”, a base de machacona publicidad comercial, cabe entender que otra “forma de vida” es posible sin apelar utopías proféticas pseudo religiosas de felicidad colectiva opulenta que nada tienen que ver con la ciencia o el pensamiento racional.


No ha existido, empero, una izquierda fundamentada en el contenido ético de la verdad. Toda izquierda, hasta el día de hoy, ha sido materialista y así lo ha reconocido con desafiante desparpajo. Que semejante izquierda se haya corrompido una vez conquistado el poder no debe extrañar: la traición al pueblo, el fraude y la impostura estaban inscritos implícitamente en sus valores hedonistas desde el principio. No era, pues, razonable esperar otra cosa. Ésta es la izquierda burguesa en un sentido genérico, a la que ya nos hemos referido más arriba al caracterizar a la burguesía y derivar de ella el liberalismo (no a la inversa), primeras formas históricas de la izquierda.


En los tiempos de la Revolución Francesa (1789), la palabra “izquierda” mienta la burguesía y el capitalismo mercantil, es decir, el “progreso” que permitirá dejar atrás la desacreditada Edad Media. El vocablo “derecha”, por su parte, apunta en la dirección diametralmente contraria: el Antiguo Régimen, el legitimismo monárquico, el integrismo religioso y el dominio parasitario de la aristocracia terrateniente. Sólo cuando la burguesía conquiste definitivamente el poder social brotará el sentido contemporáneo de la palabra "izquierda". Liquidado el Antiguo Régimen y el sistema feudal por las imparables transformaciones históricas emanadas de la Revolución Industrial, la Revolución Científica y la Revolución Democrática, el capitalismo ocupa, en efecto, el espacio “conservador de lo existente” a la sazón, o sea, la derecha. Sólo entonces, desbordando el liberalismo democrático jacobino, se desarrollará un nuevo sentido del término “izquierdismo”, cuya temática central es el socialismo en tanto que alternativa a la sociedad burguesa capitalista en su conjunto.


En el seno de esa misma noción difusa, y durante la transición de la Segunda a la Tercera Internacional, se distinguirá una izquierda reformista democrática frente a una izquierda radical revolucionaria (comunista o anarquista). En el presente apartado, el término izquierda burguesa se refiere a la izquierda reformista cuyo doctrinario fundacional fue el marxista “revisionista” Eduard Bernstein. Por izquierda burguesa contemporánea entendemos pues, en sentido estricto, aquélla ideología y práctica políticas de carácter socialdemócrata (luego, en el postmarxismo, "socioliberal") que, habiendo aceptado los supuestos axiológicos hedonistas y eudemonistas de la doctrina liberal, así como sus instituciones políticas y económicas, se limita a gestionar la administración estadual desde supuestas “sensibilidades sociales” que la derecha conservadora presuntamente no respetaría. La socialdemocracia hizo suyos, a principios del siglo XX, no ya sólo los valores burgueses, sino incluso las pautas de conducta privadas de la burguesía, e intentó aburguesar al proletariado, como ya Georges Sorel denunciara en su día. No en vano, de la crítica soreliana surgió el primer fascismo (1919), claramente de izquierdas, aunque prontamente derechizado y, por ende, cristianizado.


Desde el punto de vista cultural la izquierda burguesa radicalizó dichos supuestos axiológicos hacia posturas estéticas opuestas a la moral victoriana, más restrictiva dentro del marco general de un eudemonismo del bienestar “espiritual”, vinculándose a la masonería, al judaísmo y al anticlericalismo, pero sin abandonar nunca el universo psicológico burgués de los “placeres”, el británico confort y la “búsqueda de la felicidad” que América había fijado por primera vez legalmente como derecho individual en su declaración de independencia (1776). La naturaleza misma de la masonería y otras sociedades secretas refleja la traición a la racionalidad ilustrada en que consistirá la fracasada modernidad, entonces naciente: "los discursos de la razón y de la sinrazón, ilustrado e iluminista, no se ensañan ineluctablemente uno con otro, sino que una Ilustración insatisfecha, fría y abstracta, está tentada a explorar otras vías consoladoras y redentoras. Desde tiempos remotos se ha ido enhebrando una relación de ósmosis entre aritmosofía y aritmética, alquimia y química, astrología y astronomía, magia y medicina. Los cánones de la nueva ciencia no bastan, así como tampoco los de la nueva política, para colmar el anhelo fáustico de una vida plena, intelectual y emocionalmente, una sed infinita y de infinito" (Faustino Oncina, Filosofía de la masonería, 1997).


Las raíces mágicas de la ideología bursátil no se resuelven en una metáfora o un recurso retórico. La razón, cuya expresión en estado puro es insoportable para estos cristianos secularizados que nutren la izquierda, será así prostituida a la sinrazón y a las necesidades humanas de "infinito". La ciencia económica burguesa, en sus versiones liberal o social, será a la ciencia económica socialista auténtica lo que la magia a la medicina o la alquimia a la química. Una ciencia que está por construir y que, como viera Marx, constituye uno de los pilares del socialismo. Pero ni siquiera Marx pudo liberarse del influjo del irracionalismo y de la compulsión a introducir por la puerta falsa en la filosofía de la historia las narraciones proféticas del judaísmo (bien patentes, por lo demás, en sus predicciones pseudo científicas sobre la evolución futura del capitalismo).


De forma habitual, la izquierda burguesa opera mediante políticas fiscales redistributivas, unos fondos públicos que, en la actualidad, además de retribuir con generosidad -y hasta la indecencia- a los propios políticos profesionales, utilízanse mayormente para financiar la entrada de mano de obra barata inmigrante en provecho del capital, reflotar bancos filo-oligárquicos (los desleales son intervenidos, véase el caso de Mario Conde) o contratar y sacar de apuros a empresas del propio entorno político-mafioso. El laborismo británico es el modelo de todas las izquierdas burguesas antes y después incluso que la socialdemocracia "prusiana", harto más socialista ésta que el pseudo socialismo inglés ("fabianos").


La revolución fracasó, empero, en Alemania y, a pesar de los esfuerzos aislados de los nacional-bolcheviques, no pudo nunca disolverse el divorcio simbólico entre el imperativo nacional y el internacionalismo burgués, antesala de la globalización. El resultado fue el nazismo (1933), un nacional-socialismo cuya derechización, que toma como modelo la precedente y escandalosa del fascismo italiano (1922), en lugar de solucionar el problema, lo empeora reduciendo el socialismo a puro nacionalismo. Con ello, Alemania juega sus cartas contra el resto de Europa y, a la postre, contra la humanidad toda. Mas su inevitable derrota arrastrará el ideario prusiano, que no era racista. Prusia desaparecerá literalmente del mapa en el mismo momento en que se funda Israel (=racismo). La sociedad de consumo edificada a partir de la posguerra será así obra del laborismo inglés y de la socialdemocracia alemana, ya definitivamente “fabianizada”. Vendrán a continuación los tiempos dorados del keynesianismo, cúspide de la “felicidad” obrera europea, con una factura de 50 millones de muertos cada tres años en el Tercer Mundo. Pero tras la caída del muro de Berlín (1989), si no antes, una camarilla endogámica de burgueses anglófilos advenedizos pudo abandonar expresamente lo que quedaba del marxismo revolucionario incluso en sus versiones bernsteinianas revisadas y explotar, siempre en provecho de un sector concreto de la burguesía (masón y filosionista), los símbolos del sindicalismo y del viejo obrerismo.


Este tipo de “izquierda” burguesa post-socialdemócrata o "socioliberal" es casi todo lo que queda en Europa del proyecto socialista, abstracción hecha de los obsoletos grupúsculos sectarios anarquistas y comunistas. Las redes antiglobalización carecen de caracterización ideológica, aunque más parecen empapadas de un difuso aroma liberal-libertario que de un componente comunitario en el sentido fuerte de la palabra. Pues a medida que la esclerosis del marxismo revisionista convertía en papel mojado la presunta “transición democrática al socialismo autogestionario”, la diferencia entre la derecha y la izquierda burguesas se iba reduciendo también a cero. La izquierda burguesa, siguiendo el ejemplo de los comunistas, y precisamente en nombre de dichos emblemas “sociales” que todo lo legitimaran en su día, se permitía así actuaciones de ataque a los trabajadores que la derecha liberal-conservadora jamás hubiera osado emprender.


Estas agresiones ya no se realizaban esgrimiendo, de forma sincera, como coartada, la edificación de un futuro socialista (Lenin), sino, alevosamente, en lacayuna y consciente obediencia al capitalismo más descarnado. Y ello sin perjuicio de que a las masas siguiera hablándoseles de “socialismo democrático”, aunque, eso sí, evitando explicar en qué consistía ya lo socialista de tal socialismo, reducido a puro hedonismo consumista con un toque añadido de transgresión sexual, relativismo ético, consumo de substancias estupefacientes y rancio anticlericalismo guerracivilista. Y la “derecha social”, consciente del lastre electoral que suponía la creencia común de que sólo actuaría en perjuicio de los más débiles económicamente, fue desarrollando políticas fiscales de masas que, en muchos aspectos, los más sustanciales, eran casi idénticas a las proclamadas por la izquierda parlamentaria. En contrapartida y de forma paralela, la izquierda burguesa ha dejado incluso de considerarse socialdemócrata en sus evoluciones más tardías, abandonando ya toda “tercera vía” para convertirse en franca y abiertamente liberal. En nuestros días, la “izquierda” burguesa arroja el epíteto peyorativo de “neoliberal” a la cara de los conservadores más recalcitrantes, pero se apropia el liberalismo cual cosa comprensible de suyo, calificándose a la vez a sí misma de “socialista”, como si semejantes contorsiones ideológicas fueran compatibles con el más elemental sentido común.


El “estado social y democrático de derecho”, que erígese precisamente como confluencia entre la derecha social y la izquierda liberal de posguerra, ha seguido el inevitable camino que cabía esperar, hasta condensarse en algo muy parecido a ese partido único implícito en todos los “bipartidismos” institucionalizados del "sistema". Los recursos públicos destinados a la redistribución fiscal se han convertido en una inagotable fuente de dinero a disposición de los grupos oligárquicos y de los grandes poderes económicos, vinculados a la alta finanza. La oligarquía, además de explotar, como siempre ha hecho, a los trabajadores, ha descubierto así que con el “socialismo liberal” (?) o "liberalismo social" puede saquear regularmente las arcas del estado a efectos de subvencionar sus aventuras empresariales, culturales, políticas y hasta personales (VISA-Oro a cargo del contribuyente). Se ha generado un estamento oligárquico estructuralmente vinculado al estado: la burocracia oligárquica. De este negocio viven muchas familias privilegiadas abusando de los nombramientos a dedo, de las oposiciones trucadas y del nepotismo más nauseabundo. Si tenemos en cuenta los privilegios de la casta parlamentaria y la corrupción que, pese a tales prebendas, ensucia, por activa o por pasiva, las manos de todas sus “señorías", el pueblo, después de pagar sus impuestos, es literalmente expoliado.


El obeso y sobredimensionado estado social representa, en efecto, en primer lugar, una “inagotable” fuente de recursos para las “administraciones del bienestar” y para las extensas redes de intereses privados surgidas a la sombra de la prevaricación, el tráfico de influencias, el soborno y el cohecho. Es en este contexto que "lo social" incluye un complejo entramado de burocracias regionales y municipales, empresas nacionalizadas, instituciones semipúblicas o concertadas y clientelas fijas, donde se instala la izquierda burguesa como poder parasitario opuesto a la derecha puramente "neoliberal" y empresarial. Ésta se identifica también con ideologías burguesas pero agita un signo más conservador, religioso y hostil a una “excesiva” regulación económica, como si el problema consistiera en la legislación democrática y no en la malversación. La “izquierda” burguesa se concierta mejor con el capitalismo financiero dominante, de carácter tan parasitario como la propia burocracia, y juega a la polémica con el capitalismo industrial. Izquierda "divina" y derecha socioliberal se enfrentan en la liza electoral, pero, como ya hemos tenido ocasión de analizar, sobre el trasfondo omnipresente de unos principios axiológicos comunes (aunque, precisamente por este motivo, intangibles para los electores). Únelas a ambas, después de 1945, un vínculo doctrinal superior, a saber, el antifascismo y la complicidad criminal con la oligarquía estadounidense y el Estado de Israel. El apuntalamiento y perpetuación del sistema oligárquico como dispositivo de dominación pública transnacional del mundo occidental -un concepto de “política exterior”- es el objetivo compartido y prioritario de todas las opciones políticas socioliberales; las cuestiones relativas a la corrupción, el crimen y la incompetencia del estamento político se consideran, en definitiva, un “mal menor” frente al imperativo de consolidar esta función colonial-represiva pro-EEUU vinculada a la “gran política” de posguerra.


Ahora bien, llegada la crisis, tanto el "centroderecha social" como la izquierda "socialista y liberal" habían de mostrar por igual sus fauces capitalistas, por mucho que una y otra estén desempeñando, en este contexto, funciones simbólicas ligeramente distintas, como por otro lado era de suponer. Las prebendas de los diputados, altos cargos y demás costra estamental, de la que se benefician los partidos del régimen, no se han recortado, pero las pensiones y las nóminas de los funcionarios han sido “redistribuidas” a la inversa, o sea, reabsorbidas para consolidar las reservas tambaleantes de los bancos privados que patrocinan los abultados gastos del estamento político oligárquico. Dichas entidades sufragaron las campañas electorales y el tren de vida de quienes ahora les devuelven el favor: los mismísimos políticos electos. Y éstos, claro, ostentan su ilimitada generosidad oligárquica hurgando en el erario público, es decir, a expensas del poder adquisitivo, siempre al límite de la subsistencia, de los trabajadores de la nación, sin siquiera plantearse la posibilidad de una razonable renuncia a sus propios excesos.


La soberbia e ignorancia de los zánganos oligárquicos carece de medida y sentido de la realidad, ni siquiera disimulan ya su prepotencia y dan por supuesto que la gran masa de los ciudadanos, manipulados por los medios de comunicación, está dispuesta a consentirlo todo. En este escenario, los testaferros políticos de la oligarquía han podido cumplir todos los compromisos implícitos de su función social latente sin que partidos o sindicatos "de izquierdas" hayan movido un dedo para denunciar o, mucho menos, impedir el escándalo que semejante contubernio supone para un sistema político formalmente "democrático". Quizá todo esto no nos suene, empero, demasiado nuevo: ¿no lo hemos escuchado mil veces referido a la derecha? Ahora bien, lo que no sabíamos o sólo sospechábamos, pero que con la crisis de 2008 ha quedado definitivamente probado, es que quien enarbola la guadaña para la matanza de los trabajadores es siempre la fraternal “izquierda”, siendo así que los corderos proletarios prefieren, al parecer, ser sacrificados en nombre de la tradición obrera. Reservan éstos, por tanto, su odio para golpear la faz de un espantajo al que denominan “la derecha”, confundiéndola con los partidos más conservadores o reaccionarios, sin percibir que precisamente la derecha sociológica, liberal y no precisamente reaccionaria, o sea, políticamente el centroizquierda burgués, masón y sionista es el que nunca ha dejado de gobernarlos.


Cabe afirmar, consecuentemente, que una genuina “izquierda de los trabajadores” no existe ya en Europa. La izquierda política liberal representa la clave de bóveda del sistema opresor, no su crítica, y ni en sueños su negación. Pero esto significa que es la burguesía capitalista, la derecha sociológica, oligárquica, financiera, la que controla en última instancia todas las opciones sindicales y políticas, incluidas las formalmente izquierdistas, y manda en la sombra desde hace décadas agazapada tras el rótulo de la palabra "democracia". Aquello que se pasea obscenamente como "socialismo" por los colegios electorales cada cuatro años no es más que liberalismo maquillado. Incluso, puede añadirse, lo peor y moralmente más degenerado de la eterna burguesía.


A base de pseudo progresismo barato, efectista y de escaparate, esta gentuza descuélgase de sus lugares de recreo, vicio y sodomización en el momento oportuno, ataviados los señores con chaqueta de pana sin corbata y trajecitos rojos de diseño las señoras, para presentar propuestas como el “matrimonio homosexual”, la “ley del aborto”, la ley de "violencia doméstica", la “ley de la memoria histórica” u otras similares, con las cuales pretenden disimular, en las cuestiones que realmente importan a la gran masa de la población, su total docilidad respecto a los intereses de la alta finanza; marcando, empero, al mismo tiempo, el terreno simbólico, con fines meramente electorales, frente a la derecha liberal-conservadora de corte clerical. Una derecha política cuyo papel es siempre hacer de comparsa del mítico “progresismo”, de suerte que no pierde ocasión de rehuir la propia palabra “derecha” como si fuera la peste y se declara de “centro” o acusa de nazis a los “socialistas” jugando con el vocablo “nacional-socialismo", pero nada tiene que decir sobre el obsceno racismo del Estado de Israel. Una derecha “humanista cristiana” a la que está reservada la desagradable tarea de rebajar los michelines presupuestarios de la burocracia del bienestar, engordados sin tasa por la “izquierda” burguesa, que de cada 10 euros consume 9 en sí misma y 1 en justificar la existencia de determinadas partidas de “gasto social”.

Cuanto más abyecta es su postración ante el capitalismo financiero y el gobierno de los EEUU, tanto más debe esta indecente burguesía agitar la provocación anticlerical, el aborto a la carta (verdadero exterminio subvencionado de la nación), el inmigracionismo de “puertas abiertas” y toda la simbólica de la subversión cultural con que justifica su carácter folklóricamente izquierdista. En consecuencia, a pesar de estas apariencias estéticas lúdicas y festivas, la realidad es que sólo existe ya en Europa una mera derecha liberal ocupando el espacio central de las izquierdas “moderadas” (al que se contrapone de forma ficticia una derecha conservadora cómplice), y aquél es el verdadero nombre del enemigo a batir.


El socialismo carece ya de todo contenido ideológico relevante. La vetero-izquierda ha muerto de iure como tal. Queda ahí tendido su cadáver putrefacto apestándolo todo. Nos hallamos en el grado cero de una izquierda que hay que empezar a construir acuñando un discurso nuevo desde sus conceptos más básicos, que son los axiológicos e institucionales-organizativos.


Al saldar cuentas con la (falsa) izquierda burguesa, debe quedar así remachado el principio de que la izquierda nacional se propone, en efecto, poner fin a la sociedad capitalista, es decir, a la vieja derecha judeocristiana de siempre en el sentido metapolítico de la palabra; y ello sin excepciones ni matices, es decir, que la izquierda nacional se abalanzará contra la derecha en todas sus versiones o graduaciones: 1/derecha sociológica liberal (la que manda en Europa, o sea, la “izquierda” política burguesa), 2/ derecha conservadora (la comparsa político-clerical del bipartidismo) y 3/ derecha reaccionaria (la hiperminoritaria extrema derecha). No quisiéramos engañar a nadie: nuestra bestia negra es la oligarquía capitalista financiera, cuya expresión política se designa con una palabra de uso vulgar y harto comprensible, a saber, “derecha”. No existe ante nosotros más que una falsa izquierda, una conspiración impostora de sinvergüenzas subvencionados por la banca, una caterva de ladrones que usurpa los escaños izquierdistas del Congreso de los Diputados. El enemigo es la derecha y casi "todo" es ya derecha en el espectro político de las sociedades occidentales.


Por los mismos motivos, tampoco sueña la izquierda nacional con volver a los “felices” años sesenta del keynesianismo socialdemócrata europeo, el cual, mirando de reojo al sistema soviético, integró a las masas en el sueño dorado de un crecimiento económico indefinido, mientras en el llamado Tercer Mundo millones de personas morían famélicas cada año a la vista de nuevos y curiosos turistas occidentales descendientes de la añeja “clase obrera revolucionaria”. La burguesía oligárquica, en efecto, compró al obrero, lo derechizó; consiguió que los estratos sociales laboriosos de la vieja Europa se convirtieran en cooperadores necesarios de sus crímenes y del sistema capitalista en su conjunto.


Pero ahora esa misma burguesía, que descarta ya con desdén la posibilidad de una nueva “amenaza comunista”, no necesita que Europa occidental funcione ante la Moscú como “escaparate del capitalismo” y ha decidido abaratar costes importando inmigrantes dispuestos a “producir” por la mitad del sueldo que un trabajador autóctono. El obrero, el empleado, el hombre de la calle, ya vivían asfixiados por unas necesidades consumistas que el mismo sistema socioliberal había implantado en las mentes de los trabajadores mediante la lobotomía ideológica de la publicidad comercial: ahora les culpabilizará por ello, siendo así que sus salarios resultan ya poco “competitivos” frente a los suculentos estándares de esclavismo laboral institucionalizados por los países-piratas emergentes. La derecha sociológica, es decir, la burguesía oligárquica, y sus testaferros políticos de la “izquierda liberal”, que en las últimas décadas del siglo pasado hincharon el precio de la vivienda, desregularizaron el empleo y, en general, pusieron todas las trabas posibles para impedir que los trabajadores de la nación pudieran fundar una familia, promoviendo en lugar de ello el consumo individual, topaba en sus negocios con un encarecimiento de la mano de obra provocado por la caída en vertical de las tasas de natalidad europeas que ella misma instigara. Fue así que la alta finanza resolvió poner fin al “estado social y democrático de derecho” con el nuevo tráfico de carne humana al servicio del capitalismo, léase: el fenómeno de la inmigración.


Esta histórica decisión se tomó en Europa tras la caída del muro de Berlín. Su meta era la de disolver no solo la cultura europea milenaria substituyéndola por una identidad multicultural, permeable a la manipulación del mercado, sino, también, cualquier patrón cultural y de valores que pudiera poner en peligro la globalización. Eliminar muros equivale también, en este caso, a eliminar culturas, y este proceso tiene lugar tanto a orillas del Amazonas o el Orinoco cuanto en el corazón de Alemania. Es ahora, en el medio plazo, cuando estamos empezando a sufrir sus efectos del genocidio axiológico. El ideario capitalista reclama la libre circulación de capitales y fuerza de trabajo y, por tanto, el fin de la época de una artificial “prosperidad obrera” en nuestro continente. Europa lucha ahora por su supervivencia pura y simple.


Ahora bien, ¿qué hacen las “izquierdas” burguesas frente a esta auténtica debacle social de los trabajadores europeos? La burguesía “atea” ha puesto la herencia simbólica de la tradición obrera, es decir, los ideales de solidaridad, justicia e igualdad -aquéllos que en su día permitieron rescatar a los trabajadores decimonónicos del agujero existencial al que la más brutal explotación derechista los había arrojado-, al servicio del capital, siendo así que dichos ideales (y las ayudas sociales que implican en la práctica) ya no benefician a los trabajadores autóctonos, sino a la legitimación de la política liberal de la inmigración y a la acogida de los inmigrantes como personas que, según repite la canción “humanitaria”, cantada empero en provecho del muy poco humanitario mundo del dinero, buscan ser “felices” y “tienen derecho” a entrar ilegalmente en Europa; siendo objeto, acto seguido -hay que subrayarlo-, del más descarado dumping (trabajo a precio reducido) en beneficio de los propietarios capitalistas y en perjuicio de los trabajadores nacionales, enviados al paro si no aceptan la rebaja impuesta por el explotador de turno. El resultado final es tanto la explotación despiadada del extranjero como la del autóctono, pero con el agravante añadido de que al no alcanzar la mayoría de los salarios de los foráneos los mínimos necesarios como para cubrir todas sus necesidades, sus pagas se deben complementar con las subvenciones públicas que religiosamente han financiar con sus impuestos los principales perjudicados por el tráfico de carne. Los inmigrantes, al final, se convierten en una fuerza de trabajo a disposición de la oligarquía almacenada en barrios marginales, pero también en perpetuos menores de edad que sólo pueden existir gracias al Estado o a comisión de delitos, muy lejos de cualquier posibilidad real de integración, que sólo sería posible con una política laboral basada en auténticos criterios de racionalidad e igualdad.


La izquierda burguesa ha justificado la inmigración abusando de la autoridad que le da su tradicional e injustificada "superioridad" ética frente a una derecha integrista, con razón muy acomplejada, que hasta hace poco escondía sus crucifijos; pero, y no olvidemos esto nunca a la hora de imputar responsabilidades, fue la derecha liberal, esa plaga de los “triunfadores” de la gomina, la que echó mano de los inmigrantes para explotarlos y, con ello, traicionó a la nación. Derecha sociológica e izquierda burguesa complementan sus funciones a la perfección. Una comete las fechorías laborales, la otra perfuma el ambiente para disimular el hedor de la descomposición social con aromas de derechos humanos, multiculturalidad relativista y democracia “representativa”.


Los motivos por los cuales la izquierda burocrática burguesa regulariza los inmigrantes que la derecha política empresarial introdujo en el país como “ejército industrial de reserva” siguiendo las “sugerencias” del capitalismo financiero no son, por tanto, y pese a los farisaicos rasgamientos progresistas de vestiduras, nada humanitarios. La “izquierda” burocrática burguesa bendice, con la doctrina de los derechos humanos, la masiva entrada de dóciles fellahs laborales que el capital necesita para abaratar los costos de la mano de obra. Y lo hace conscientemente, engañando a los perjudicados, que son la mayoría de sus electores. Así, al igual que la “patriótica” y “cristiana” derecha empresarial, la “izquierda” burguesa favorece a su manera la inmigración, legitimándola legal, ideológica y políticamente, pero además hace suyas con singular celo inquisidor aquellas funciones, típicamente culturales, de la denuncia como racistas -pábulo de un supuesto “neofascismo”- de todas las protestas de la gente común ante la caída en picado del valor del trabajo, así como el ensordecimiento municipal de los problemas de desvertebración social que el fenómeno de la “multiculturalidad” ha provocado en los barrios obreros: aumento galopante de la delincuencia, conflictos culturales, consolidación "étnica" del tráfico de droga, nuevas enfermedades y retorno de otras ya erradicadas en occidente, desocupación estructural masiva, apropiación de las ayudas sociales por parte de los recién llegados, más pobres que los paupérrimos del país, etcétera.


Las tareas de promoción del relativismo que la oligarquía impone a escala europea dentro del subapartado cultural de la agenda globalizadora, pertenecen así también a las funciones, harto repugnantes, que la izquierda burguesa tiene asignadas: socavar las condiciones sociales del pueblo europeo, favorecer que se extinga la cultura autóctona, perjudicar, como sea, a sus propios compatriotas, que cáusanles pavor como virtuales “racistas” porque el 70% de los ciudadanos han dicho ya alto y claro que no quieren más extranjeros.

A los ojos de la oligarquía, el pueblo europeo se está transmutando en un ente "fascista" harto peligroso. Sus señorías temen y odian a los mismísimos electores. El inmigrante les resulta más simpático -es humilde- que el ciudadano a los lacayos parlamentarios del gran capital. Pero la “izquierda” burguesa, tan angustiada en teoría por el incipiente “racismo” y los derechos de los inmigrantes, tan convencida de su ostentosa superioridad moral en tanto que humana encarnación de la "democracia", se quita la máscara cuando observamos que permite la explotación de esa mano de obra cuya entrada en el territorio nacional ampara pero que luego libra a su suerte, es decir, a las garras de los explotadores.


Los inspectores de trabajo de las administraciones “de izquierdas” sólo muy de cuando en cuando, y a efectos puramente propagandísticos, ponen al descubierto los auténticos antros de explotación en que se ha convertido esa nueva esclavitud del siglo XXI que es la esquirolismo y el dumping migrante. Franquicias gremiales de los mismos poderes económicos con los que se revuelcan en la vomitiva cama redonda de la oligarquía, tampoco los sindicatos han hecho otra cosa que propaganda solidaria de baratillo, antifascismo subvencionado, acogiendo a inmigrantes en sus sedes como si fueran hoteles, sin consultar a los afiliados, mientras, después del número teatral multiculturalista, permitían que los “perros de la patronal” siguieran ladrando a las familias del país y atenazando con sus mandíbulas sedientas de “beneficios” las condiciones laborales de todos los trabajadores -inmigrantes y autóctonos: ahora, sí, sin distinción de razas.


A cambio de esta "mansedumbre reivindicativa" y de mantener en la impunidad el delito laboral, los dirigentes sindicales se embolsan mensualmente sabrosos sobresueldos en efectivo y disfrutan de toda clase de prebendas, que van desde las dietas a las liberaciones totales, sufragadas por esos mismos trabajadores a los que cada día, con encomiable fidelidad a lo políticamente correcto, ensartan por la espalda. Semejante izquierda burguesa o aburguesada de gestos, símbolos bermellones, declaraciones verbales transgresivas, lloronas supervivencias del holocausto, seguridades biempensantes, pedigrís progresistas, etcétera, se muestra en suma radical en la gesticulación y la ostentación de su quincalla emblemática, en la estigmatización de los verdaderos críticos (tildados siempre de “fascistas”), en la agitación estridente de una memoria histórica interesada y farisea, pero, al mismo tiempo, se muestra también tremendamente conformista en su entrega, imbuida de total y cínico consentimiento, a las instituciones fundamentales del sistema capitalista.


Izquierda radical e izquierda nacional

Al hablar de radicalización a la izquierda nos referimos, en primer lugar, a la exigencia de reactivar el espacio público de una izquierda rupturista depositaria de autoridad moral suficiente como para apelar a la movilización de los trabajadores. Situada entre la izquierda burguesa mundialista y la izquierda radical internacional, dicha izquierda rupturista, actualmente inexistente, debe hacer suyos los intereses populares, que son nacionales, contra la globalización, es decir, contra un neoliberalismo obtuso que los ofende sin compasión y que no tropieza ya con ningún obstáculo en la comisión de sus fechorías excepto la retórica impotente, falsa y obsoleta de los desacreditados grupúsculos comunistas y anarquistas. El principal problema al que se enfrentan los trabajadores europeos es así su falta de fe en sí mismos como sujeto político capaz de hacer frente a las agresiones, perfectamente planificadas, del capital financiero internacional. La única alternativa aparente de los trabajadores serían así las organizaciones radicales de cuño marxistoide o ácrata, pero éstas ejercen como un polo de repulsión política que refuerza las pautas desmovilizadoras de las pseudo izquierdas burguesas. De ahí que el dispositivo de poder oligárquico también promueva, subvencione, tolere y mantenga aquéllas dentro del espacio radical, siendo así que monopolizándolo y, en el fondo, usurpándolo, asegúrase el fracaso de toda tentativa verdaderamente izquierdista nacional, la cual, por parte del sistema, sólo podrá ser calificada ya de “fascista”.


A la vergonzante realidad de la izquierda burguesa hay que añadir, en suma, la función casi parapolicial de las viejas izquierdas radicales. Atadas a un pasado criminal que apenas disimula su coincidencia de valores con la burguesía capitalista, dichas izquierdas lumpen, formadas por "carne de presidio" (Marx), carecen de credibilidad ante los trabajadores. El apestoso rincón radical ha sido colonizado por sectores sociales marginales que el propio Marx despreciaba. Se trata, ante todo, en ellos, de una reivindicación lúdica y transgresiva de la violencia, de perfil delincuencial, que espanta a los ciudadanos. Éstos conocen la historia lo suficiente como para mantener vivo el recuerdo de las atrocidades cometidas en la chekas en nombre de una justicia social que, en el fondo, reproducía los mismos afanes consumistas que las sociedades liberales, pero sin ser capaz de satisfacerlos nunca, por no hablar del clima de opresión y obscurantismo policial en que se consiguieran los pocos avances sociales de las dictaduras comunistas. La izquierda radical sólo existe ya para abortar en su espacio toda tentativa de verdadera radicalidad y para anclar cualquier posible chispa de rebelión al dogma mundialista del antifascismo. La extrema izquierda, reducida al antifascismo, trabaja así, lo sepa o no, para la oligarquía financiera y la burguesía mediocre que basa su “competitividad” en la política de los salarios bajos. Los llamados (con razón) "guarros" son la partida de la porra (y del porro) del sistema capitalista, instalados en el lado izquierdo del dispositivo de poder mundialista, que clausuran por ese extremo (al igual que los skins ocupan el lado derecho, clausurándolo así simbólicamente por el extremo opuesto y sirviéndolo lacayunamente como ejemplificación de la profecía autocumplida del antifascismo). Cada uno representa su papel de límite, de escoria indeseable y, con la salvedad de alguna detención rutinaria, tienen asegurada la supervivencia mientras se atengan al guión fijado por Hollywood que les imponen sus infiltrados policiales y les financian, en el caso de la extrema izquierda, sus patrocinadores municipales.


La desconfianza de los trabajadores hacia la política de izquierdas y el sindicalismo en general es así absoluta y con razón. Actualmente, aquéllos tienen que elegir entre corruptos perfumados con corbata (consumidores de coca) y apestosos antisistema (consumidores de marihuana o heroína). Los trabajadores hemos sido traicionados, primero, por la burguesía, que sin duda realizó su revolución moderna en nombre de valores liberales (1789), pero sólo para convalidar inmediatamente dicha tabla axiológica como ideología legitimadora de los horrores del sistema fabril capitalista descritos por Engels y Marx. Más tarde (1917), los trabajadores fueron engañados por el marxismo con sus promesas de un paraíso en la tierra, el cual se vio pronto realizado, sí, pero más bien en forma de infierno: el estalinismo y su red de campos de trabajo esclavo o gulag, aparato de tortura colectiva al servicio de un régimen de acumulación de capital de carácter totalitario, incompetente, podrido y genocida.


Finalmente, los trabajadores han sido estafados por las izquierdas socialdemócratas (1945), las cuales prometieron, ante la monstruosidad asesina del comunismo, una transición pacífica y democrática al socialismo pese a que, de hecho, se han limitado a preparar el terreno para el retorno del capitalismo salvaje de los primeros tiempos de la industrialización, ahora en su más monstruosa versión global, acontecimiento de consumación ya inminente que nos retrotraerá, desde el punto de vista de los derechos sociales, al punto de partida, y cerrará de este modo un ciclo histórico completo de imposturas y manipulaciones, con el trabajador siempre como víctima.


La historia moderna deja así a los trabajadores europeos (unos 300 millones de personas) en una situación de abandono total frente al desmantelamiento del estado del bienestar y las correlativas políticas de inmigración (mano de obra barata) perpetradas bajo el rótulo del progresismo humanitario, es decir, justificadas en nombre de valores de izquierdas a pesar de que sólo tengan como objetivo ampliar los márgenes de beneficio de las empresas y perjudiquen, en cambio, precisamente, a la inmensa masa de personal laboral autóctono no cualificado. Por este motivo, será muy difícil recuperar la confianza moral de los sectores populares en una organización política que proponga cambios radicales y la lucha abierta contra la impunidad el capitalismo global emergente.


Lo primero que habrá que conseguir es que dicha organización alternativa se estructure de tal manera que su transparencia democrática y asamblearismo convenzan hasta al más receloso de que no se van a repetir ya nunca los tiempos del comunismo, con su liturgia del “partido” como neo-iglesia. Por ello hemos propuesto, desde mucho antes de que estallara el fenómeno de los "indignados", la constitución de asambleas ciudadanas libres en tanto que instrumento táctico inexcusable del combate social. En consecuencia, convendrá puntualizar que asumimos la libertad como un valor irrenunciable de la izquierda nacional. Aquello que quizá se pierda en eficacia y contundencia, habrá de ganarse a la postre en legitimidad, cuando el principal obstáculo al que nos vemos enfrentados en la actualidad es precisamente el de superar la crisis de confianza de la izquierda después de un siglo de criminales embaucamientos –cuyo paradigma es Kronstadt- perpetrados por organizaciones supuestamente "obreras", con sus propios representados como meros objetos de una deslealtad sin paliativos.


No busquemos, pues, alternativas en la vieja izquierda radical tradicional. La contradicción fundamental de la sociedad burguesa halló también su expresión, peculiar pero inequívoca, por lo que respecta a su carácter último, en las sociedades del “socialismo real”. Los imperativos del estado comunista y los valores del discurso que legitimaba ese mismo estado han alcanzado un grado de tensión tal que han acabado con la autodisolución voluntaria del régimen. Como hemos podido comprobar, los valores del proletariado defendidos por el marxismo eran los mismos que los de sus presuntos adversarios: no otra es la triste realidad que se ha ocultado durante décadas a los obreros y militantes de izquierdas. Ésta es quizá la mayor estafa de la historia. No ha existido nunca, hasta el día de hoy, un grupo de trabajadores conscientemente articulado en torno a unos valores propios. ¿Cómo iba a surgir entonces una genuina cultura proletaria? Felicidad, bienestar, confort, hedoné y similares, son valores burgueses cristiano-secularizados que comparte todo el espectro político, desde la extrema derecha a las fraternidades anarquistas. O la comunión o la comuna. La verdad racional se subordina a la utopía profética, llámese mercado mundial, reino de Dios, paraíso social comunista o comuna ácrata. Y es aquí donde tiene lugar en primer lugar la ruptura de la izquierda nacional de los trabajadores: en la defensa de la racionalidad, en la reivindicación de la dignidad y de la mayoría de edad ciudadana, en el rechazo de la mentira.


Marx, en efecto, reprochaba al liberalismo su incapacidad para realizar el programa burgués, pero los valores que inspiraron dicho programa cosmopolita no fueron nunca objeto de su crítica. De ahí que el “proletariado” venga a representar el papel de una clase subsidiaria en el seno de la sociedad burguesa y no una alternativa a ésta. De ahí también que el socialismo marxista, cuando competía con el capitalismo, lo hiciera compartiendo con él un marco axiológico común de carácter utilitario e internacionalista que anticipaba la actual globalización. Liberalismo y comunismo son, en definitiva, ideologías desarrollistas de implementación del vector profético, variantes de idéntica concepción del tiempo histórico. Véase China: su rápido acomodo al entramado comercial a escala internacional es sólo débilmente objetado por sus “carencias” democráticas, pero no por los ostensibles valores consumistas del régimen de Pekín. Tampoco la derrota del imperio soviético ha supuesto un terremoto axiológico en Moscú, sino únicamente la irreversible transición rusa hacia el modelo capitalista.


El caso de Rusia representa la prueba ya palmaria de que el liberalismo, con su apelación solapada al egoísmo y la rapacidad -que acechan siempre tras el discurso oficial de los derechos humanos y la democracia-, es más eficaz en la realización de la siempre incontestada utopía mercantilista moderna que el marxismo-leninismo clásico con su oxidado discurso gregario-colectivista. Pero, insistamos en ello, en ambos casos estamos ante un “tipo humano” que se aferra al sueño de la “felicidad del mayor número” e intenta realizarlo despiadadamente –y en algunos casos manu militari- mediante el “crecimiento económico” sin límites, la producción industrial de mercancías y el consumo masivo, con la mirada fija en la erección de un “paraíso” mundano que representaría nada menos que el “final de la historia”. Dicha ideología ilusoria toca en buena hora a su fin y corresponde a los trabajadores europeos enterrarla para siempre.


Las revoluciones burguesas (1668, 1778, 1789, 1917), a cuya sombra vivimos los contemporáneos, no fueron promovidas por un grupo social que formara parte del mismo sistema estamental feudal al que pretendía destruir. La burguesía era un cuerpo extraño en el seno del mundo medieval. La burguesía generó desde su interior e instauró la sociedad de clases y toda “clase” como tal, incluida la proletaria, pertenece a dicha realidad sociohistórica. Este esquema también vale para la revolución bolchevique rusa. No existe, ni ha existido, ni podrá existir jamás una revolución proletaria que como "acción de clase" supere la sociedad burguesa y nos permita arrojarla, con la derecha cristiana, como es nuestra intención, al basurero de la historia. El agente de la transformación radical de la sociedad burguesa tendrá que ser para ésta, también, un cuerpo extraño, no una parte de sí misma; tendrá que brotar de aquélla su contradicción fundamental, que no es la que existe entre burguesía y proletariado, sino entre el capitalismo financiero "mágico" y el imperativo racional del trabajo.


La causa de la inocuidad proletaria, mil veces confirmada por la historia son, una vez más, los valores comunes que han unido hasta hoy a burgueses y proletarios. Sobre dicha plataforma axiológica eudemonista y hedonista, el capitalismo ha podido maniobrar ofreciendo a los proletarios la posibilidad ficticia de convertirse, a su vez, en burgueses acomodados. Ahora bien, la coyuntura en que la oligarquía financiera mundial quiso aplicar esta solución ante la inminente amenaza revolucionaria ya ha pasado. El comunismo ha muerto y con él el "estado de bienestar" europeo-occidental. Ahora, y así ha sido siempre, puede el capitalismo burgués volver a sus negocios sin ninguna consideración con los perjuicios que sus fechorías causen a la naturaleza o a los seres humanos, grupos o pueblos enteros. No hay pues, contradicción insoluble entre los intereses del proletariado y los intereses de la burguesía en el seno del sistema liberal. La contradicción fundamental de la sociedad burguesa (en sus versiones liberal-oligárquica y comunista-burocrática, tanto da) es la que opone el valor felicidad y sus derivados (el beneficio, el consumo), por un lado, y los valores ético-cognitivos de los que depende la producción mercantil, la tecnología, la democracia y la ciencia, por otro. El sujeto institucional de dichos valores ético-cognitivos es el trabajador, pero "trabajador" no significa aquí una clase, sino una entidad social allende la dicotomía comunidad/asociación que la historia tiene todavía que decantar en las luchas revolucionarias que conducirán al derrocamiento de la oligarquía transnacional.


Cuando hablamos de los “trabajadores” no nos referimos, por tanto, sólo a los obreros: el trabajador es, para la izquierda nacional, un concepto político-normativo, además de descriptivo o analítico, que vale para el empresario, el funcionario, el científico, el estudiante, el proletario…; pero que apunta a una realidad sociológica, a saber, la de la “sociedad de producción” en cuanto tal, la cual concibe el trabajo como algo más que un mal necesario para la obtención de un salario y, con él, la vía de acceso al consumo; que experimenta el colapso de la creciente contradicción entre la imperatividad profesional de carácter deontológico, valor autosuficiente cuyo desempeño reclama la aplicación estricta del criterio de objetividad, y las coacciones ilegítimas, es decir, los “intereses” bastardos, emanados del universo axiológico liberal, que asfixian esa pauta de conducta ética bajo la amenaza, directa o indirecta, de pérdida del empleo o del cargo público, por no hablar de la muerte civil del afectado en casos de grave desafección a la oligarquía.


Lo sepan o no, esos grupos, personas y estructuras, auténticos pilares sustentadores de la civilización europea, se oponen al tipo humano burgués -y a su variante burocrática- en nombre de la vivencia que subyace a todo trabajo auténtico, a saber, la experiencia fundamental de la verdad racional. Ésta deberá articular desde su interior un modelo comunitario y socialista de sociedad capaz de potenciar el avance intelectual, cultural, científico y tecnológico que, en estos momentos, una inmensa ola de regresión neorreligiosa -perfectamente coherente con los valores últimos de la “sociedad de consumo”- ha detenido y amenaza hacer retroceder.


El trabajador no se identifica así, consecuentemente, con una determinación de nivel adquisitivo, la cual es esencialmente, y por definición, burguesa, sino con un criterio inédito -como en su día lo fuera el burgués- de estratificación social, en este caso un criterio no clasista, antiburgués, que pertenece de iure a la futura “sociedad del conocimiento”, embrionaria pero que el movimiento político de izquierda nacional europea debe anticipar en sus modelos éticos, estéticos y organizativos. La única riqueza verdaderamente socialista es el saber y éste excluye la vertebración basada en la posesión (la clase) porque el conocimiento puede ser poseído por todos sin que la posesión de unos comporte la privación de los otros. La estratificación socialista se fundamenta en la libre capacidad de generar saber y ésta, eliminadas las desigualdades materiales de acceso a la educación, a su vez depende sólo de dos factores, a saber: el esfuerzo individual y las capacidades naturales (biológicas, genéticas) ajenas por definición a la determinante social.


Los valores de la sociedad burguesa resultan, en última instancia, incompatibles con la verdad y, en consecuencia, con el verdadero “progreso”, que pertenece al orden de la ciencia y a su aplicación tecnológica. No hay otro “progreso moral” posible que el ligado a la objetividad y racionalidad intrínsecas de la persona en su relación con la técnica productiva y el conocimiento. Pero occidente, aterrorizado ante la realidad ontológica y cosmológica que le muestran tanto el pensamiento científico como la filosofía más avanzada (Heidegger), ha emprendido el camino de retorno hacia el oscurantismo fundamentalista. La peste cristiana saca pecho otra vez. La desecularización intenta satisfacer las necesidades existenciales de tipo espiritual que el burdo materialismo mercantil renuncia ya a aliviar, como no sea mediante el consumo de drogas, pero siempre dentro del sistema de valores burgués que dichas religiones apuntalan en los límites de la vida humana. Ahora bien, tal opción integrista implica un ataque a la ilustración y el hundimiento de la sociedad en una nueva Edad Media. Sólo la experiencia del trabajo y la tecnología en un marco cultural concreto -el europeo-occidental- pueden dotar del necesario suelo ontológico a la existencia moderna. De ese desarrollo que pretende aunar democracia, ciencia, pensamiento racional y cultura trágica como forma de vida autónoma frente al consumismo, el capitalismo y su correlato religioso monoteísta, ha de surgir una alternativa de organización entitativo-comunitaria con poder moral y material efectivo para derrotar a las pseudo democracias oligárquico-liberales e instaurar un modelo social asambleario de democracia popular participativa.


Este democratismo radical se fundamentaría, sin embargo, en el estado derecho y la división de poderes, ejes políticos de la democracia. aunque profundizaría en ellos mediante la introducción del concepto de autoridad, o "poder" asambleario, que controlaría el legislativo y el ejecutivo. Las asambleas bloquearían las resoluciones que sin fundamento racional alguno afectasen negativamente al pueblo y a la nación, arrancando de las emponzoñadas manos de los partidos la elección de jueces y magistrados de los tribunales superiores. Quedarían en pie, de esta forma, los legados más valiosos de la Ilustración: la división de poderes y el estado de derecho (imperio de la ley), que se fortalecerían con los aspectos más positivos de la democracia directa que históricamente ha defendido la izquierda, también heredera de la Ilustración.


La resolución histórica de la izquierda nacional pondría, en definitiva, punto final al liberalismo, pero no al progreso, ni a la democracia, ni al imperio de la ley, y marcaría el inicio de un nuevo concepto de avance histórico cualitativo, más allá del productivismo puramente inversor; una noción de progreso que emana del colapso interno de la sociedad burguesa como tal y no sólo de las condenas indignadas de quienes la rechazamos desde el punto de vista ético subjetivo. La izquierda nacional, en cuanto fenómeno europeo, encarna la autoconciencia de occidente en el grado de desarrollo alcanzado por las sociedades de la información en las que la verdad, y sus plasmaciones objetivas (democracia, tecnología, ciencia), constituyen el auténtico motor del desarrollo social.


Somos conscientes de que los legítimos ideales socialistas, manumitidos del marxismo, lejos de poder trajinarse cual frívolas manufacturas de libre circulación comercial, forman parte de la civilización europea y sólo han podido forjarse allí donde se han asentado previamente determinadas instituciones históricas. El socialismo o es nacional o termina, tarde o temprano, convirtiéndose en un peón de la alta finanza, el FMI, la trilateral, el club Bilderberg y, en fin, de redes sociales sectarias e irracionalistas, más o menos subterráneas, que sustancian la cohesión interna del dispositivo oligárquico a escala mundial. Pero la determinación nacional del socialismo no supone una renuncia a su validez racional en nombre de una suerte relativismo cultural diferencialista (nueva derecha). Lo nacional comporta la aceptación del hecho de que la universalidad de la razón se fundamenta en unas raíces sociales e históricas concretas, procedentes de Grecia (facticidad trascendental). La izquierda nacional propone, por tanto, la acotación del marco geográfico, político, cultural y demográfico de la razón como paso previo a la consumación histórica del proceso de racionalización emprendido en Grecia por la filosofía hace dos mil quinientos años. Dicho norte es la meta última e irrenunciable que orienta todas las acciones de la izquierda nacional y aquello que cabe entender cuando se propugna el advenimiento de una comunidad socialista.


La reivindicación de Europa por parte de la izquierda nacional no se limitará, en consecuencia, a erigir un valladar proteccionista en defensa de los mercados internos y, por ende, de las condiciones laborales de los trabajadores europeos. La izquierda nacional sólo es posible como defensa expresa de los supuestos civilizatorios inherentes a dicho planteamiento socialista. Y dichos planteamientos van mucho más allá del ámbito de lo laboral. Desde la antigua Atenas, la tradición europea es la de la razón y la democracia. Sólo porque sus pilares son los de la civilización occidental y clásica de la convivencia democrática, unos pilares establecidos por los griegos antiguos frente a los despóticos imperios orientales, la idea de Europa implica de forma inevitable que su periplo histórico (racionalización) culmine en el socialismo.


A ese proyecto socialista, que no puede confundirse en ningún caso con el comunismo autoritario o con los pseudo socialismos individualistas liberales actuales, se refiere Jacques Monod, Premio Nobel de Medicina: "La ética del conocimiento, en fin, es, en mi opinión, la única actitud a la vez racional y deliberadamente idealista sobre la que puede ser edificado un verdadero socialismo. Este gran sueño del siglo XIX vive perennemente, en las almas jóvenes, con una dolorosa intensidad. Dolorosa a causa de las traiciones que ese ideal ha sufrido y de los crímenes cometidos en su nombre. (…) ¿Dónde entonces encontrar la fuente de la verdad y la inspiración moral de un humanismo socialista realmente científico sino en las fuentes de la misma ciencia, en la ética que funda el conocimiento, haciendo de él, por libre elección, el valor supremo, medida y garantía de todos los demás valores? Ética que funda la responsabilidad moral sobre la libertad de esta elección axiomática. Aceptada como base de las instituciones sociales y políticas, como medida de su autenticidad, de su valor, únicamente la ética del conocimiento podría conducir al socialismo” (Monod, J., El azar y la necesidad, 1970).


La refundación de la izquierda pasa de forma necesaria por una determinación autónoma del canon socialista, que debe romper con el pasado comunista, socialdemócrata y anarquista, marxista o no, de inspiración religiosa secularizada. Hay que despedirse definitivamente del cristianismo, ese “platonismo para el pueblo” (Nietzsche). La tarea de erigir una genuina sociedad socialista está por realizar, pero el socialismo pertenece a la tradición europea fundada por los griegos, que en su día fuera desviada de su destino por la institucionalización de una fe mistérica hebrea. Por este motivo el socialismo habrá de ser, también, de forma necesaria, aunque en un sentido espiritual, “europeo” en cuanto a los valores, no en cuanto a su ubicación física. Esta exigencia de asumir las consecuencias últimas de la "laicidad" republicana constituye un postulado irrenunciable de la revolución socialista de cuyo testimonio dará siempre fe el presente manifiesto.



IZQUIERDA NACIONAL DE LOS TRABAJADORES (INTRA)

domingo, septiembre 11, 2011

Manifiesto por una Izquierda Nacional (II)


El "bienestar general" no es un ideal, ni una meta, ni un concepto aprehensible de ningún modo, sino únicamente un vomitivo.


(Friedrich Nietzsche)

Preámbulo al Manifiesto por una Izquierda Nacional:

http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com/2010/05/preambulo-al-manifiesto-por-una.html

Manifiesto por una Izquierda Nacional (I):

http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com/2010/07/manifiesto-por-una-izquierda-nacional.html

El propio liberalismo es consciente de que su pecado capital, dejando al margen la cuestión ecológica enorme de los límites del crecimiento, consiste en la torrencial invasión del poder político por parte del poder económico. Tan escandalosa y patente resulta la evidencia de lo que sucede en los parlamentos, donde los lobbies empresariales ofrecen regalos a sus señorías con el fin de comprar la voluntad política pública a plena luz del día, que el político profesional debe preocuparse de mantener las apariencias. Y lo consigue, por supuesto, con la inestimable ayuda de unos medios de comunicación cuya función no es tanto "informar" cuanto ocultar determinados hechos, suprimiendo de la existencia pública de todo aquello que no aparezca en las hojas de los periódicos o en las pantallas de la televisión. La doctrina liberal, sabedora de su talón de Aquiles, a saber, la reducción de la "democracia parlamentaria" a una comedia donde ya todo está decidido porque las auténticas relaciones no son políticas, sino comerciales, donde el antagonismo social sólo se representa, como en un teatro universal (en la actualidad, las más de las veces, en un plató de televisión), ha instituido así la famosa división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) para ostentar la apariencia de un mínimo de objetividad en la elaboración y aplicación de las normas.

Pero la "disciplina de partido" liquida la exigible independencia de los parlamentarios, quienes en la mayor parte de los casos (la “libertad de voto” se autoriza sólo ocasionalmente) no deciden en función de criterios racionales o “en conciencia”, sino a ciegas y bajo la compulsión de un brutal contubernio de intereses que no podrán cuestionar sin ser expulsados de las futuras listas electorales de su partido. El llamado "grupo parlamentario" representa en realidad un apéndice del gobierno o, en su caso, de la oposición. No existe debate ni análisis de los problemas del país: se ataca a quien manda haga lo que haga (incluso los aciertos) con el fin de desgastarlo electoralmente y ocupar su lugar, pues fundamentalmente nada va a cambiar. A la inversa: el gobierno no pondera las propuestas leales de una oposición enderezada a mejorar las políticas en beneficio de la nación, sino que ya ha decidido de antemano qué va a hacer y sólo se ocupará de defender a capa y espada su gestión, ocultando los errores que puedan o bien perjudicar la "imagen de las instituciones" o bien remover a los suyos del cargo obtenido, posición que representa un fin en sí mismo y no un instrumento de servicio cívico. Allí donde existe acuerdo, tampoco hay intercambio de ideas: más que consensos alcanzados racionalmente, lo que el sistema liberal burgués capitalista genera son complicidades en aquello que corresponda a la unidad de intereses del estamento político entendido como un bloque frente al pueblo. “Acuerdo” es aquí el silencio de la omertà mafiosa, que ocupa en ese caso el lugar del acto "parlamentario" básico: comunicarse con pretensiones de validez, razonar, fundamentar...


Esa misma mecánica derriba las barreras garantistas que separan el poder legislativo del poder ejecutivo: la burocracia de partido controla en la sombra el uno y el otro en beneficio de la oligarquía económica. Queda sólo, en apariencia, como último bastión de la razón, la aplicación imparcial de unas leyes que ya vienen condicionadas en su misma gestación y producción por los designios oligárquicos tanto en la acción como en la omisión, pero que, siendo públicas, deben evitar mostrarse descaradamente parciales. Por lo que respecta a la omisión, un simple ejemplo: no existe el delito de corrupción porque los políticos, por buenos motivos, se han guardado bien de tipificarlo. Dichas leyes ya manipuladas, en la medida en que sobre el papel han de cumplirse, representan también una amenaza, un mal menor pero nada desdeñable, para la deseada discrecionalidad de la oligarquía, de suerte que un poder judicial independiente constituye una institución que debe figurar en el frontispicio del Estado a efectos propagandísticos, pero que, al mismo tiempo, será convenientemente fagocitada desde su propio interior mediante una serie de prácticas micropolíticas de rango reglamentario y organizativo, casi invisibles para los legos, que reducen poco menos que a la nada la independencia de los jueces. Dichos imperativos inducen a la magistratura a ser dócil con el poder oligárquico que rige la promoción de las carreras profesionales, léase: que fuerzan a aquélla, en última instancia, a someterse al verdadero, gigantesco poder social, tan invisible como omnipresente, de la oligarquía.


En primer lugar, la fiscalía, a través de la figura del fiscal general del estado, funciona como un mero peón del poder ejecutivo, es decir, del gobierno, e ignora todas las vulneraciones de la legalidad que quiera ignorar sin rendir cuentas ante nadie.


En segundo lugar, el consejo general del poder judicial, órgano disciplinario de la magistratura, viene nombrado a dedo por los partidos, de manera que, gracias a una ley de rango inferior a la constitución, es la oligarquía la que, cúpulas partidocráticas mediante, decide quiénes controlarán a los jueces y, con ello, controla a los jueces mismos.


En tercer lugar, las sustituciones, interinidades y oportunos traslados, que sirven para apartar a un juez concreto de un caso concreto nombrando a dedo a un sustituto, quien ya sabe, si es inteligente y “prometedor”, por qué está ahí y lo que se espera de él sin que nadie tenga que decírselo.


En cuarto lugar, las segundas instancias judiciales, que son como embudos por donde pasan las causas espinosas para el poder y que se alimentan de unos pocos magistrados muy fáciles de controlar porque han ascendido en el escalafón corporativo precisamente a fuer de demostrar que son personas "de confianza" para los testaferros parlamentarios del gran capital.


En quinto lugar, las instituciones penitenciarias, nidos de corrupción y arbitrariedad que, en el peor de los casos, pueden conceder la libertad (tercer grado) de forma inmediata a aquél que haya sido, pese a todo, condenado por los tribunales, apelando a criterios técnicos de tratamiento e individualización de la pena.


En sexto y último lugar, la institución del indulto, que legaliza la exoneración de quienquiera que el gobierno desee amparar o recompensar por sus servicios (en realidad: por su “leal” silencio). Gracias a este auténtico dispositivo mafioso, la impunidad está servida para esos empleados y gestores públicos de la oligarquía económica que son los políticos profesionales.


Ciencia económica versus ideología bursátil


La sociedad burguesa es economicista, de ahí que, por más que el colapso axiológico definitorio de su ser se difunda capilarmente a todas sus ramificaciones, quepa esperar que su contradicción principal se detecte en el seno de una determinada esfera de aquélla; bien entendido que la economía burguesa representa sólo una forma histórica concreta de economía, habiendo constancia, ocioso es decirlo, de otras formas de subsistencia material colectiva. En efecto, en todas las comunidades históricamente conocidas detectamos siempre la existencia de la función económica, esencial para la supervivencia del grupo, pero característico de la economía burguesa es el mercantilismo o “comercialismo”, un sistema de relaciones humanas que involucra al todo social y culmina en la subordinación de la economía productiva a la finanza, es decir, a la usura.


Sólo después de que capitalismo financiero subyuga la economía en su totalidad, puede llegar esta economía ya pervertida a poner de rodillas las funciones política y cultural de la comunidad en su conjunto, instaurando las pautas mercantilistas como criterios últimos de conducta. La Volksgemeinschaft (comunidad popular) se convierte así a la postre en mero sustrato humano de la society, es decir, de un entramado contractual formado por socios calculadores e interesados que intercambian mercancías y acumulan riqueza; a eso llaman ser una persona normal y no otro es el sentido de su vida, que convierte en “locos” a quienes no compartan el common sense, léase: el ideario inglés del negocio.


El elemento o factor comunitario tradicional sobrevive, pero sometido al sistema de relaciones sociales capitalista, que lo consume poco a poco; el capital necesita, por ejemplo, familias con hijos para explotar en el trabajo e incluso valores “patrios” a fin de disponer de brazos entusiastas que empuñen los fusiles en guerras con fines crematísticos -por poner un ejemplo: la guerra de Iraq para controlar las reservas petrolíferas de Oriente Medio-, pero la comunidad tradicional ha sido instrumentalizada, doblegada, engañada, reducida a su mínima expresión y, con el liberalismo monopolista oligárquico tardío, mortalmente herida en sus índices de natalidad. De suerte que la sociedad burguesa misma, la cual no puede existir sin sustentarse en ese humus sociológico y hasta biológico de un fundamento comunitario, siembra el veneno de su propia extinción demográfica. Debe así, al fin, importar inmigrantes de otras comunidades menos aburguesadas para sustituir la mano de obra extinta que el capitalismo necesita y que una decadente society de consumistas ayunos de valores éticos ya sólo de forma muy deficitaria puede proporcionar.


Sobre el fondo del conflicto sociedad-comunidad, este auténtico cuadro dramático de descomposición humana que se consuma en las grandes megalópolis mundiales, perfílanse los procesos contradictorios que, en los términos de la propia sociedad burguesa y en el interior de la misma, la conducen a la crisis, donde volvemos a observar una vez más la colisión entre la exigencia de verdad, racionalidad y objetividad inherente a la propia economía productiva capitalista, por una parte, y los “intereses” de la oligarquía, del individuo burgués y del capital financiero como fenómeno en perpetua expansión cuantitativa, por otra.


Ya en las causas inmediatas que han desencadenado la crisis de 2008 podemos acreditar este cortocircuito sistémico: los “activos” tóxicos que han hecho quebrar a decenas de bancos y han puesto en peligro el sistema financiero global eran en realidad fraudes, mentiras y pseudo valores “podridos” que, en una maniobra constante de opacidad y ocultación de información empresarial veraz, es decir, de huida hacia adelante, habían pasado de una entidad bancaria a otra construyendo en el aire un castillo puramente ficticio de inversiones y beneficios sin consistencia técnica. Ahora bien, este fenómeno no es un caso extremo o una excepción dentro de la economía del dinero, sino que el ficcionalismo constituye la esencia misma del mundo inversor y de la llamada “magia de los mercados”, la cual se sustenta en una suerte de “optimismo” obligatorio y estructural -del que la sociedad norteamericana es quizá el ejemplo más caracterizado- que ha de garantizar la rentabilidad del capital, o sea, su progresión matemática infinita.


La crisis de 2008 representa así sólo un efecto de superficie, un síntoma, de una enfermedad crónica, incurable y terminal de la sociedad burguesa, a saber, la contradicción axiológica entre la “sociedad de producción”, regida por el valor trabajo y, por ende, por el imperativo de la verdad racional que hace posible la eficacia y la eficiencia laborales, y la “sociedad de consumo”, basada en la “felicidad”, léase: en la subordinación de cualquier principio racional a los intereses hedonistas, a los deseos, a las “esperanzas”, a las pulsiones del individuo liberado de todo deber moral o político intrínseco.


La “sociedad de consumo” secularizada necesita de la “sociedad de producción”, pero no a la inversa. La economía racional basada en el trabajo y en la acumulación de conocimiento científico y técnico es perfectamente pensable sin bienes de consumo hedonistas, pero la “sociedad de consumo” resulta en cambio inconcebible si no viene sustentada por la tecnología, por el trabajo y por el estrato comunitario de fondo que posibilita fácticamente su existencia material. Ahora bien, a medida que se desarrolla, la sociedad de consumo destruye sus propias condiciones productivas económicas de la misma manera que la society en general aniquilaba los requisitos comunitarios basilares que configuraban su gratuita (y no calculada en los costes de producción) fuente nutricia (grupos primarios, naturaleza, mundo de la vida). Esta doble erosión, a la que hay que añadir siempre la destrucción de los ecosistemas y el agotamiento de unos recursos naturales finitos, desemboca en la crisis, cuyas motivaciones inmediatas pueden ser las que se han explicado en los periódicos y televisiones, pero las causas profundas de la cual siguen implosionando constantemente en los fundamentos del sistema capitalista global por mucho que nuestros gobernantes hablen ahora, con fines electoralistas que pronto serán olvidados, de tener más presente la ética en la fétido universo profesional de Wall Street.


El meollo de la sociedad burguesa es así el mercado financiero: su esencia consiste en la negación del trabajo. Un individuo o grupo dispone de dinero y, sin trabajar, aspira a que ese dinero se multiplique y crezca como si el dios judío hubiera intervenido milagrosamente en la tierra. Es la consumación religiosa del capitalismo burgués, cuya opción axiológica subordina la “sociedad de producción”, constituyendo en todo momento la clave de bóveda de la dominación simbólica y estructural de ésta a la “sociedad de consumo”. La utopía forma así parte del liberalismo tanto como del comunismo, aunque con una formulación institucional distinta. A pesar de que la “sociedad de consumo” depende objetivamente de la “sociedad de producción”, es aquélla la que, en efecto, totaliza en lo simbólico y, finalmente, institucionaliza el sentido del proyecto capitalista burgués (no confundir con el “capitalismo” a secas) en tanto que secularización de la religión judeocristiana.


Técnicamente, estaríamos sólo ante la mera inversión del capital, cuestión aséptica que remite a uno de los tres famosos factores de producción, pero una crítica de la misma que se limite a la ideología liberal, quédase en la superficie de la sociedad burguesa tardía (oligárquica), en su economía política o, en otras palabras, en la explicación conceptual que esta sociedad da de sí misma. Desde el punto de vista sociológico, por el contrario, nos encontramos con cosas como la religión y la magia, que ya en el siglo XVIII se funden con la "ciencia" económica en un universo donde imperan las típicas personalidades burguesas tradicionales, obsesionadas con su salvación, la resurrección de la carne, el paraíso que esperaba a los ricos en el más allá y otros mitos que, según estableciera ya Max Weber en su día, interpretábanse como manifestación terrestre del designio soteriológico divino en la suerte que les había sido deparada por Yahvé.


El problema no es el capitalismo como concepto de racionalización económica, sino la burguesía en cuanto sistema de valores irracional. Una vez secularizada la religión, es decir, muerto el dios teológico en la creencia social, dichas estructuras objetivadas de sentido siguieron funcionando sordamente como mecanismo capaz de despertar el proceso psicológico de la esperanza del inversor y del consumidor, verdad oculta de la fenecida creencia religiosa. El secreto del dios judeocristiano, como Marx ya denunciara acertadamente, es lo que podríamos denominar el esperancismo institucionalizado de la ideología bursátil, que pasamos a exponer de forma sintética.


La reflexividad que afecta a todos los fenómenos sociales alcanza en este punto su expresión más extrema y decisiva. Por reflexividad entendemos que, a diferencia de lo que sucede en el ámbito de las ciencias de la naturaleza, la concepción que los sujetos tengan de la sociedad modifica la realidad social independientemente de que dicha concepción sea verdadera o falsa. El motivo es que una teoría o idea social es ella misma un hecho social, hasta el punto de que en la sociedad pueden darse las denominadas profecías autocumplidas; por ejemplo, si Y es concebido por todos los que le envuelven como X, esta calificación afectará a Y por las reacciones que provocará en su entorno social, las cuales le habrán forzado a responder con determinadas pautas de conducta independientemente de que X sea o no un dato cierto. En los mercados financieros, la reflexividad no sólo es importante, sino esencial para los inversores. El éxito de la inversión de capital depende de la actuación de los otros inversores, es decir, de lo que los otros inversores piensen sobre los restantes inversores, la coyuntura económica y social, la rentabilidad (un futurible) de los activos adquiridos, etcétera. Tanto es así que, por ejemplo, el FMI no puede hacer públicos ciertos informes sobre la situación económica de determinados países con el fin de no empeorar su situación. La información veraz es la clave de la inversión exitosa, por supuesto, pero sobre todo lo es su opacidad, siendo así que cuanto más se engañen los otros inversores, es decir, el resto respecto de uno, más ganará este inversor individual. Sin olvidar que hay una información implícita, constituyente de la institución bursátil como tal, que ha de ser necesariamente falsa, pues se alimenta de nociones de infinitud matemática que entran en conflicto directo con la noción básica de la economía política, a saber, la que nutre el concepto científico de escasez. Luego, si las instituciones deben mentir, incluso autorizar y justificar oficialmente la mentira en casos concretos, la ideología bursátil miente siempre, representa algo así como la mentira institucionalizada, lo que no le impide ser al mismo tiempo el epicentro del desarrollismo capitalista financiero y, por ende, de la ciencia económica burguesa.


El capital debe reinvertirse de forma constante y está estructuralmente vinculado a una actitud existencial “optimista” que ha de profetizar rendimientos, ergo: felicidades y bienestares que animen la “confianza del inversor”. Su tiempo es infinito, lineal, un sentido emanado directamente de la historia profética. Dicha cosmovisión, como la sonrisa plastificada y compulsiva del norteamericano medio en tanto que símbolo de la cobarde estupidez de la society, es totalmente impermeable a la realidad y sólo admite de forma coyuntural unos datos negativos que fuercen a la venta (a eso se le llama recoger beneficios), pero siempre bajo el horizonte doctrinal intangible del dogma de un “crecimiento económico” que no puede cesar, sean cuales fueren las condiciones objetivas, sin provocar una “crisis” sistémica. Por ello cabe afirmar que, para detener el ciclo de la inversión y colapsar el sistema, bastaría con la verdad: la finitud de los recursos naturales, económicos y demográficos.


En suma, la conciencia de la escasez -desplegada a partir de un concepto ontológico de finitud- no sólo señala la dirección obligada de la crítica a sociedad burguesa, sino la única guía de toda revolución posible. El capitalismo global puede seguir existiendo en la medida en que, en previsión de tal circunstancia, hace sus deberes de manipulación y confía en que la verdad, la objetividad y la racionalidad encarnadas por los trabajadores hayan sido ya compradas ("para eso te pago"), léase: sometidas de antemano, como pautas de conducta, a los intereses del capital. Hete aquí la tarea de los periodistas, de los intelectuales y de los políticos como testaferros de la oligarquía.


El trabajador, aunque sometido actualmente en su subjetividad, en calidad de consumidor, a las exigencias de la “sociedad de consumo”, constituye la célula básica de la “sociedad de producción” y, en consecuencia, el depositario de sus valores en tanto que fundamento axiológico (subjetivo) a la par que institucional (objetivo) de la revolución socialista. Dicha revolución, como veremos más abajo, no consiste en otra cosa que en llevar hasta sus últimas consecuencias la lógica del trabajo, que es la lógica de la ciencia y, por ende, la lógica de la verdad, hasta el completo desmoronamiento de la sociedad burguesa.


El carácter constitutivo, esencial, de la negación de la realidad inherente al “esperancismo” bursátil y bancario manifiéstase, por otro lado, en el fenómeno de la volatilización del valor económico, que comienza con la fundación misma de la sociedad capitalista en tanto que sociedad basada en el societario “valor de cambio” por oposición al comunitario “valor de uso”. El dinero es un trozo de papel que representa un valor abstracto universalmente intercambiable, pero en la medida en que tal objeto pueda ser fabricado a placer en prensas como una mercancía más, existirá siempre en la society un desfase entre el papel emitido y la “realidad económica”, que se va reajustando mediante la inflación y la deflación, pero que como tal no desaparece jamás y posibilita en los resquicios (sólo detectables mediante la información privilegiada, o sea, ocultada, ergo, mentira mediante) los “grandes negocios” a la sombra de la política.


Una vez abandonado el patrón oro, que anclaba el valor de cambio en un objeto físico determinado ajeno a decisiones interesadas, una moneda, el dólar, es decir, un mero documento mercantil, operó por un tiempo como ancla del resto de los "papeles". Pero el proceso de volatilización no terminó aquí: las tarjetas de crédito, los bonos, las acciones, los fondos de pensiones, los títulos de toda suerte, devinieron activos de tercer grado que representan valores de cambio compensables en títulos monetarios. Los "valores" se han convertido así en esos hechos puramente simbólicos que configuran la famosa burbuja financiera en tanto que mero globo repleto de sueños metafísicos. Cuelgan del hilo de creencias, confianzas, fiabilidades y suministros más o menos sesgados de (des)información financiera.


La realidad queda lejos, pero tarde o temprano hará acto de presencia. Cuando eso ocurra, se puede vender antes de que la desagradable visita se haga pública (esto fue precisamente lo que hizo Jordi Pujol con sus activos podridos en Banca Catalana, empresa que él mismo había llevado a la quiebra), pero, aunque algunos tramposos salven la piel, los sucesivos engaños acumulados a escala social y luego mundial conducen siempre al callejón sin salida del crack general, o sea, a la crisis. Alguien tiene que pagar el precio de las fantasías ficcionalistas: los trabajadores, el pueblo, es decir, las terminales del proceso económico que marcan la frontera entre la “magia” inversora y la realidad social.


En justa correspondencia, desde el punto de vista subjetivo la “sociedad de consumo” no compra para satisfacer necesidades adheridas a un valor de uso, sino para ostentar el signo del valor volatilizado en forma de marcas, enseñas de estatus social visible que a su vez exprésase en la cadena numérica de una cuenta bancaria o en un título (activo) que remite a papel y más papel... El rango o categoría de la persona significa la fuente de "posibilidades infinitas", mera negación del límite, es decir, de la muerte del “sujeto constituyente”. El capitalismo representa en última instancia una pseudo vivencia de lo divino que trafica con la esperanza entendida como obstrucción permanente de la autoconciencia finita. El oligarca, el “rico”, ha adquirido, gracias a los "títulos" de capital, la disposición subjetiva de una inmunidad existencial, léase: aquello que antes se denominaba la gracia. Podemos observar, por tanto, la relación entre la naturaleza puramente ideológica del funcionamiento bursátil, bancario e inversor, y el ficcionalismo de unos "valores" que representan posibilidades o expectativas de pago en otros títulos, o sea, posibilidades de más posibilidades, como una nube de gas interpuesta entre el sujeto y la verdad, donde se excluye, precisamente, la posibilidad de la imposibilidad última, esencial: la escasez del tiempo. En su lugar, el tiempo existencial “de uso”, la posibilidad experimentada, se ha matematizado como tiempo “de cambio” infinito; el dinero objetiva la adquisición de posibilidades abstractas, succión de tiempo suplementario de vida (servicios de otros) vivenciado subjetivamente como seguridad, tranquilidad, bienestar, importancia, superioridad personal, poder, distinción... Un mecanismo que guarda muchas analogías con la drogodependencia, porque la acumulación no concluye nunca y el tiempo marcha ontológicamente en dirección contraria al vector optimizante del fetiche monetario.


El dinero simboliza en suma tiempo condensado con el que se puede comerciar y que, por ende, cabe acumular. Y tiempo, o sea vida, robada a otros, es lo que acapara la oligarquía, si es que tiempo somos, como Heidegger ya viera. La burbuja financiera se nutre así de puro aire, es decir, de una mentira que es creída socialmente: todo va bien y donde hoy tenemos a, mañana tendremos a+1, pasado mañana a+2, y así indefinidamente: hete aquí el “progreso” capitalista. Estamos ante una "religión" o, mejor dicho, según afirmara Marx, ante el batiente corazón económico de la doctrina judaica que el cristianismo occidental abrigaba secretamente en su interior. No obstante, en uno u otro momento, dicha burbuja tiene que topar, conviene insistir en ello, con la irreductibilidad de la escasez, concepto básico de la economía crítica, y estallar en forma de “crisis económica”. Mas no se trata de un problema coyuntural de la sociedad burguesa, sino de su esencia, que ha de devastar el planeta en un plazo ya relativamente breve si no se organiza frente a ella una respuesta política y cultural de grandes dimensiones.


La última y fundamental consecuencia en la contradicción principal y central de la sociedad burguesa es así, en definitiva, la imposibilidad y el fraude de la ciencia económica liberal. En efecto, en la ciencia económica convergen los imperativos de veracidad y objetividad, por un lado, y los intereses del capital sustanciados en la financiación de las instituciones donde debe desarrollarse la actividad científica. Si la economía productiva ha sido absorbida y subordinada por el usurero, es decir, por el capital financiero y el mercado de inversiones, ello no ocurre casualmente. Antes, el usurero ha tenido que “comprar” al científico. Y, en primer lugar, al economista teórico, cuya pauta trabajo eficiente comportaría de iure el imperativo de objetivar la verdad del usurero, del inversor, del capitalista.


No hay corrección posible dentro del marco de la ideología liberal porque el pensamiento ha sido doblegado de antemano en el corazón mismo de la fragua económica burguesa. Ésta es la premisa del capitalismo burgués: para un periodista, para un profesor, para un funcionario, para un político, etcétera, la verdad debe quedar siempre supeditada a los “intereses”, ya se sabe cuáles. Se le pide a uno que mienta para tomar nota de si está dispuesto a mentir y determinar si es una persona de confianza (=dispuesta a mentir).


El sistema capitalista, que tiende como es sabido a la concentración, necesita producir en masa y dicho imperativo implica ingentes y casi astronómicas cantidades de capital para ganar competitividad y mantener la tasa de beneficios de la piara financiera, y ello depende a su vez de los necesarios apoyos políticos, los cuales remiten en último término a elementos discursivos (“científicos”), pues en realidad los individuos reales no importan frente al sujeto abstracto del capital (=Yahvé) que los utiliza a todos. Las empresas multinacionales son monstruos burocráticos -con sus departamentos de investigación anexos- y nunca hubo inconsistencia en la afirmación de que la burguesía financiera occidental y la burocracia totalitaria soviética representaban lo mismo, aunque quedara por explicar, con los instrumentos conceptuales de la crítica, en qué consistía tal identidad: dichas empresas son ya estados económicos más poderosos que los propios estados políticos y su personal directivo está formado por gestores y funcionarios (tecnostructura), no necesariamente por propietarios.


El sistema capitalista pare al burócrata desde el seno de su propia dinámica interna de acumulación. Se trata de una cuestión de volúmenes y organización, no de diferencia cualitativa entre capitalismo burgués y comunismo marxista. Inevitablemente, el capitalismo burgués, como el comunismo marxista a su manera, tenía que desembocar en la irracionalidad del mercado de títulos ficticios (títulos de los títulos, títulos por excelencia: mentiras puras en que culmina la mendacidad como forma de vida) y en el idiotismo desarrollista, pero también en un universo neofeudal de empresas cuyas dimensiones superan las de países enteros; aquéllas desbordan el poder político del estado como último reducto de una posible racionalidad sustancial con pretensiones reguladoras que debería tener su expresión en la ciencia económica.


Las universidades burguesas no pueden, empero, resistirse a este influjo. No hay nada que un científico individual o un grupo de científicos pueda hacer al respecto. Ahora bien, la ciencia se basa precisamente en la crítica de la ideología y en la apelación a la realidad, a la verdad, es decir, en aquello que la alta finanza y la burocracia del “bienestar” tienen que negar para seguir existiendo en cuanto modus vivendi donde la “magia inversora” hace que el dinero “crezca” como por alquimia.


La crítica de la economía política es el núcleo de la crítica del liberalismo, la ideología burguesa dominante una vez el derrumbe económico del sistema ficcional comunista ha sido certificado y, tras él, el de la socialdemocracia (parásito fiscal del capitalismo), en una cadena de quiebras doctrinales que sólo con el colapso definitivo del neoliberalismo angloamericano alcanzará su final lógico. Pero dicha crítica no puede omitir los valores y la pregunta por el valor verdad, siendo así que el ficcionalismo financiero -negación de toda veracidad en el fuero interno de las personas y de las instituciones- constituye su auténtico motor, aunque se trate aparentemente de una mera “idea”. Dicha crítica habrá de realizarse, por tanto, de manera forzosa, fuera de las facultades de economía, quizá en las de filosofía, cada vez más abandonadas y empobrecidas, en cualquier caso bien lejos de los enclaves donde la oligarquía transnacional se ha asegurado de antemano el beneplácito institucional y la legitimación teórica.


El ficcionalismo, configuración metafísica moderna de una originaria torsión antropológica de la verdad, el llamado “humanismo cristiano” (y, en última instancia, el platonismo), se ha objetivado en forma de capital que, como el famoso “mundo de las ideas” paralelo de Platón, no es “nada” (una mera cadena numérica en el ordenador bancario central de un paraíso fiscal) pero que al fin lo es todo, pues la sociedad y la historia giran en torno a ella, como Egipto entero giraba y se extenuaba, hasta caer exangüe, en torno a una ilusión objetivada en la pirámide vacía, tumba del faraón-dios presuntamente inmortal. Magia financiera y magia pseudo revolucionaria de la izquierda internacionalista -como veremos más abajo- expresan dos formas del profetismo judío y del platonismo, las cuales convergen en el cristianismo, engendrando en su interior y evacuando de él a la postre la modernidad burguesa.


Tales “valores” son ya, a la par, valores en el sentido filosófico y valores en el sentido económico, pues la sociedad burguesa los ha fundido en un fenómeno social institucionalizado, o sea objetivado, que, como el Geist hegeliano nos enseñaba, trasciende el idealismo y el materialismo metafísicos: la “realidad” social de la ficción creída, “real” como la religión monoteísta en tanto que ilusión aceptada por todos, léase: la institución bursátil y el “mercado financiero”, la banca. La crítica de los valores, la nietzscheana “transvaloración de todos los valores” sólo puede operar, consecuentemente, desde el valor verdad como deconstrucción de ese esperancismo ficcionalista secularizado en forma de “sociedad de consumo”.


Quienes omiten dichos aspectos de la crítica, apelan, lo sepan o no, a una fundamentación preliberal de la sociedad burguesa, la cual no podrá hacer otra cosa que dar un paso atrás, de carácter conservador, hacia una etapa ya superada de dicha sociedad, la etapa keynesiana, congelada artificialmente mediante un cinturón de protección étnica, u otra todavía anterior, de tipo neocolonial, con la añadidura de una recuperación de las herrumbrosas falacias religiosas y hasta místicas que la acunaron, es decir, la desecularización galopante; ésta ya se detecta de forma alarmante en los Estados Unidos y quiere, como no podía ser menos, infectar también Europa. Veámoslo brevemente.


La contradicción cultural o la desecularización de occidente

Hasta aquí hemos contemplado de forma panorámica las contradicciones de la sociedad burguesa en los planos político y económico. Nos queda por ver su contradicción básica en el plano cultural. No nos extenderemos mucho sobre el tema, que merece un tratamiento singular habida cuenta de que, como hemos venido sosteniendo, la sociedad burguesa no ha ido nunca más allá de la secularización de la religión judeocristiana y, por ende, de un fenómeno cultural que contamina la política en forma de maquiavelismo, desembocando finalmente en el envenenamiento esperancista de toda la sociedad, crisol del cálculo económico financiero y estratégico político (la famosa racionalidad instrumental o de los medios, por oposición a la racionalidad sustancial o de los medios y de los fines). Pero lo que sí conviene subrayar es la conexión entre el proceso de desecularización al que acabamos de hacer referencia y la bancarrota de un proyecto de bienestar que ha quebrado ya y no puede sostenerse más que en la propaganda. Con ello, el burgués recupera el consuelo fideísta que antaño había "modernizado" con la soberbia voluntad de construir el “reino de Dios” en la tierra. En efecto, el liberalismo nunca quiso dar el paso definitivo -la ruptura del cordón umbilical religioso- que debía conducir a la construcción de una sociedad basada en la razón. Como veremos, incluso los comunismos ateos inspirados por Marx jamás renunciaron a los valores fundamentales del judeocristianismo.


La burguesía se ha hecho en ocasiones atea, pero sólo para afirmar idénticos valores despojados de la cáscara teológica. En último extremo, una sorda hostilidad hacia el mensaje de la ciencia unía a unos y otros, es decir, a ateos progresistas y creyentes liberales. En la cultura liberal progresista y hasta en el anarquismo se detecta ese miedo a la racionalización total que pondría en cuestión las tradiciones hedonistas aseguradoras de la vida del burgués opulento, significados axiológicos que también valen para la canalla marginal. El “yo puro”, como expresión de la figura del individuo burgués arrancado de sus raíces empíricas, no ha existido nunca. De lo que se arranca es de sus raíces fáctico-trascendentales, pero esto es harina de otro costal. Véase lo que opina un doctrinario liberal de primera magnitud sobre el tema de la igualdad: "no existe esa supuesta igualdad entre los hombres, por el simple hecho de que no nos paren así nuestras madres. Los humanos, en realidad, somos tremendamente disímiles. Hermanos, incluso, se diferencian por sus atributos físicos y mentales. La Naturaleza jamás se repite; nunca produce en serie. Cada uno de nosotros, desde que nacemos llevamos grabada la impronta de lo individual, de lo único, de lo singular" (Ludwig von Mises, Liberalismo, 1927). El burgués ha permanecido aferrado a unas creencias y pautas de actuación que son las que operan como fundamento de la sociedad de consumo en cuanto “secularización” keynesiana del “reino de Dios”. El fracaso de dicho proyecto va acompañado de una expresa recuperación de los valores religiosos teológicos, es decir, de una desecularización y de un retorno a los conflictos de tipo vergonzosamente confesional. No otros son los que en estos momentos dominan la agenda de la política internacional y que en el futuro no harán sino monopolizarla por completo. Todo ello a menos que Europa recupere su otra tradición, de procedencia griega -Atenas frente a Jerusalén- y dé el paso decisivo hacia la racionalización existencial radical.


En una sociedad basada en la ciencia, la racionalización consumada sólo puede consistir en un afloramiento cultural de sus auténticas raíces, aquéllas que, como Heidegger vio con claridad, se remontan a la Hélade y nos remiten al problema de la verdad, a la “veracidad” como forma de vida; en definitiva, a la filosofía. La sociedad burguesa, en todos los ámbitos institucionales públicos, apela a la razón, la verdad objetiva, la eficacia, etcétera, mientras abandona los ámbitos privados o civiles al irracionalismo del consumo, de la “felicidad” y de lo lúdico. Pero la incapacidad de llevar el imperativo de racionalidad hasta sus últimas consecuencias se traduce en una concepción no crítica de la propia razón que, en última instancia, disuélvela en los "intereses pulsionales" del sujeto, motores del mercado. La racionalidad instrumental fija técnica y objetivamente los medios para alcanzar los fines, pero cede la determinación de éstos al deseo, al consumo, a la voluntad inversora sedienta de beneficios, a la voluntad de poder político y dominación, etcétera; en suma, a la felicidad del individuo, pues tan "feliz" es el tirano como el drogadicto o el creyente místico.


La supuesta verdad “objetiva” (instrumental) en tanto que mero reaseguramiento ansiolítico del sujeto debe interpretarse, consecuentemente, en términos de una eficacia que quiere los medios pero que se afirma en la intangibilidad de ese mismo “sujeto constituyente” cuyo estatus ontológico permanece indefinido e introduce los fines bajo mano, de contrabando. En cualquier caso, es todo lo que se quiera menos un “yo puro”; es quizá el yo más impuro posible, porque el deseo que lo condensa como cosa, como "individuo" inmerso en el mercado, expresa el sentido de la opacidad misma y la visceral negación de toda pureza racional, es decir, de toda verdad imperativa y vinculante aceptada sin condiciones previas.


En este punto, la cultura occidental se ha colapsado y no debe sorprender que retroceda hacia estadios aparentemente ya superados de su desarrollo, como el que expresa el conflicto religioso fanático, la autoinmolación suicida y asesina en nombre de dios, el rechazo de la libertad de pensamiento e investigación... Debe elegir y opta por traicionar la verdad. El terrorista suicida no cree que vaya a morir, es decir, como el ciudadano consumista occidental, vive en la ficción. Pero existe una ficción secular de no menor infamia que la religiosa. Nuestra ficción de europeos consumistas descreídos no es mejor que la del talibán, no sólo porque los muertos por accidente de tráfico superen los de todas las guerras del siglo veinte, sino porque en occidente, territorio de la libertad, también existen dogmas protegidos por la ley que imponen compulsivamente la repugnante ideología del “bienestar”.


En efecto, el retorno del obscurantismo no se presenta sólo en forma de involución integrista religiosa de carácter rupturista frente a los regímenes de cuño oligárquico-liberal, fenómeno bien patente en los países árabes, sino que manifiéstase, de manera germinal, en otros fenómenos alarmantes intrínsecamente vinculados al colapso cívico interno de la civilización occidental. Estos hechos, que no podemos ignorar, pues son tan graves como la actual reabsorción oligárquica del sistema liberal, el progresivo desmantelamiento del estado social o la devastación galopante del ecosistema, atentan contra la libertad de opinión, pensamiento y expresión de los ciudadanos, y se han traducido en una creciente legislación represiva en perjuicio de aquéllos que niegan la versión oficial instituida sobre la historia reciente de Europa. Porque si lo que hemos dicho hasta aquí tiene algún sentido, parece evidente que la oligarquía no podrá jamás permitir que sea el criterio de verdad, y no los intereses oligárquicos, el que determine algo tan importante para su discurso autolegitimador como el contenido de una narración en la cual la faraónica oligarquía explica a las masas sus legendarios orígenes históricos en términos de lucha contra el mal absoluto, es decir, contra el infierno secularizado identificado con el “fascismo y el Holocausto” (inversión o negación del paraíso secularizado que la propia oligarquía encarnaría).


Aquí conviene juzgar por qué los crímenes del fascismo, hechos que deberían ser abordados desde una perspectiva histórica científica (la única perspectiva que puede evitar que se repitan), han acabado por convertirse en auténticos mitos de carácter semireligioso cuyo cuestionamiento, tenga o no fundamento racional, es brutalmente perseguido desde todas las instituciones. En tanto que el fascismo represente o simbolice el mal absoluto, en aquello que de ninguna de las maneras puede ser tolerado, todo lo demás aparece como un mal menor que debemos aceptar con resignación. En consecuencia, como la alternativa a la corrupción es el “mal radical”, el “infierno en la tierra”, el “fascismo”, debemos permitir que nuestros salvadores saqueen el erario público como si la cosa careciera de importancia. El régimen no puede ofrecer nada valioso capaz de legitimarlo positivamente y está, por este motivo, obligado a justificarse en negativo. Desacreditada la religión como fuente de autoridad, la legitimidad sólo puede proceder de la historia. La gestión minuciosa del relato histórico, por tanto, es decisiva para empuñar el control mismo del poder, siendo así que un poder ayuno de legitimidad está condenado, ya a hundirse por su propio peso, ya a embarcarse en una violencia sin límites que, en el fondo, entrañaría un designio suicida.


Ahora bien, aunque no se hubieran falseado los hechos, como poco se ha manipulado su significado al convertirlos en elementos simbólicos y representativos de un mal que justifica o relativiza los crímenes y tropelías propias transmutándolas en males menores que debemos soportar si queremos evitar ese infierno que nos aguarda en un “más allá histórico” de ciencia-ficción (por oposición a un paraíso no menos ficticio). En este mismo sentido, se puede afirmar que, a despecho del relato histórico oficial impuesto, como decimos, por ley, la realidad es bien otra: la oligarquía transnacional agrupa a los mayores asesinos de la historia, a sus cómplices y a todos aquéllos que, por activa o por pasiva, han sostenido el mencionado dispositivo de dominación pública impuesto en occidente después de la Segunda Guerra Mundial. Esta afirmación no comporta negar, ni mucho menos, los crímenes del fascismo, que son muchos y graves, sino únicamente denunciar una manipulación que constituye un auténtico insulto a la cultura ilustrada moderna, basada en los principios de racionalidad y veracidad.

IZQUIERDA NACIONAL DE LOS TRABAJADORES

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